Charles Schmid, el flautista de Tucson
El calor apretaba, pero lo que realmente asfixiaba era el miedo que se colaba por cada rendija. En los callejones polvorientos y bajo el neón moribundo de los bares, la ciudad aprendió a temer a su propia sombra. Chicas que se esfuman, secretos que supuran bajo la arena, y un chico de sonrisa afilada y corazón envenenado al que todos conocían como Smitty. Nadie sospechó que el monstruo compartía techo y acera. Así fue como la inocencia de Tucson fue degollada a plena luz del desierto.
La noche en Tucson tiene un sabor a polvo y a promesas rotas. Las luces de neón parpadean sobre la Ruta 66, y el desierto murmura secretos que sólo los más osados se atreven a escuchar. En una casa antigua, donde los relojes parecen detenerse y el aire huele a desinfectante, un niño crece entre sombras y susurros. Ese niño es Charles Schmid, y su historia, como tantas otras en la crónica negra americana, comienza con un abandono.
Nació el 8 de julio de 1942, sin más nombre que el de Charles, Jr., hijo de una madre soltera y de un destino incierto. Fue adoptado por Charles y Katharine Schmid, los dueños del asilo Hillcrest, un lugar donde la vejez y la muerte bailaban una danza lenta y resignada. Allí, entre pasillos silenciosos y miradas perdidas, Charles aprendió a moverse como un fantasma, invisible pero siempre presente.
De niño, Schmid era un enigma. Curioso, brillante, imaginativo, cortés hasta el exceso, pero con una indiferencia gélida ante las expectativas ajenas. Era un embaucador nato, un prestidigitador de la palabra y el gesto, capaz de ganarse la simpatía de una anciana con la misma facilidad con la que desarmaba a un adulto con una sonrisa torcida. Su vida era una apuesta constante, un juego peligroso en el que sólo él conocía las reglas.
Los Schmid le dieron todo menos amor. El hogar era una jaula dorada, y Charles pronto aprendió a odiar a su padre adoptivo. Las discusiones eran frecuentes, tan ácidas como el whisky barato que Charles empezaría a saborear en la adolescencia. En ese ambiente de tensión y desapego, el muchacho forjó su carácter: temerario, impredecible, incapaz de aceptar límites.
En las calles polvorientas de Tucson, Charles era conocido por su estilo extravagante: botas de cowboy, pantalones ajustados, una chaqueta de cuero que parecía robada de una película de James Dean. Pero lo que más llamaba la atención era su rostro: Schmid rellenaba sus zapatos para parecer más alto y usaba maquillaje para acentuar sus rasgos, como si quisiera reinventarse cada noche bajo la luz mortecina de los bares.
Nadie imaginaba que detrás de esa fachada de rebelde sin causa se escondía un abismo. Un abismo que, tarde o temprano, reclamaría víctimas.
En la escuela, Charles siempre fue el primero en terminar las tareas, no por ambición ni por sed de conocimiento, sino por puro aburrimiento y desprecio hacia la rutina. El aprendizaje, para él, era un juego de apariencias, un obstáculo
más que superar con astucia y desdén. Sus profesores lo miraban con una mezcla de admiración y desconcierto: ¿cómo era posible que alguien tan brillante se esforzará tan poco?
Su único miedo, sin embargo, era la soledad. Temía que el mundo lo olvidara, que se convirtiera en un espectro más entre los pasillos de Hillcrest. Por eso, hacía lo imposible para que la gente lo notara. Era el payaso de la clase, el que se burlaba de las normas y se ganaba la atención con gestos extravagantes y palabras afiladas.
En la secundaria, Schmid encontró en la gimnasia una válvula de escape para su energía inquieta. Se destacó en las barras y en los anillos, moviéndose con una gracia felina que dejaba boquiabiertos a sus compañeros. Llevó al equipo escolar al Campeonato Estatal de Gimnasia, un logro que, para cualquier otro, habría sido motivo de orgullo. Para Charles, sin embargo, fue solo un episodio más en su larga lista de desafíos. En su último año, lo abandonó todo. “Renuncié por aburrimiento”, diría después, con esa media sonrisa que tanto desconcertaba a los adultos.
Las calificaciones de Charles siempre estuvieron al borde del fracaso. Era inteligente, sí, pero incapaz de enfocar su mente dentro de la estructura rígida de la escuela. Prefería vivir en el límite, jugando con la realidad y con las expectativas de los demás.
Se convenció de que tenía un poder especial, una especie de visión psíquica o alucinógena. Decía que podía ver las cosas antes de que sucedieran. Esa fe en su propia intuición lo ayudó a lograr cosas que a otros les tomaban mucho más tiempo, pero también lo llevó a creerse invencible, ajeno a las consecuencias.
Justo antes de graduarse, Charles robó algunas herramientas del taller mecánico de su centro de estudios . El castigo fue una suspensión temporal, pero él ni siquiera se molestó en regresar. La escuela ya no tenía nada que ofrecerle. Para entonces, con apenas 16 años, vivía en sus propios aposentos dentro de la propiedad de sus padres. Recibía una asignación mensual de 300 dólares, una fortuna para un adolescente de la época. Sus padres adoptivos, sumidos en su propio mundo, lo dejaron vivir a su antojo, con un coche recién salido del concesionario y una motocicleta reluciente esperando en el garaje.
La mayor parte de su tiempo la pasaba en Speedway, el barrio de la velocidad y la adrenalina, donde recogía chicas y bebía con amigos. Aunque tendía a ser un solitario, su carisma le permitía mezclarse con cualquier grupo. Se movía entre la multitud como un actor que interpreta un papel, siempre buscando la siguiente emoción, el siguiente desafío, la siguiente victoria.
Pero detrás de esa fachada de rebelde sin causa, se escondía una oscuridad creciente, un abismo que nadie, ni siquiera él, era capaz de reconocer.
En las calles polvorientas de Tucson nadie lo llamaba Charles. Para todos era Smitty. Tenía ese don raro, casi eléctrico, de convertir la rutina en aventura. Bastaba que apareciera en la esquina, apoyado en la farola con su sonrisa de medio lado, para que los chicos sintieran que la noche podía estallar en cualquier momento. Con él, la vida era una película a punto de empezar.
Era raro, sí. Un bicho aparte. Pero las chicas caían por él como si su rareza fuera el último grito de la moda. No era guapo en el sentido clásico, pero tenía un misterio que las atraía, una especie de promesa de peligro envuelta en cortesía.Nunca tuvo problemas para conseguir una cita; bastaba una mirada, una frase dicha al oído, y ya estaba hecho.
Se fabricaba a sí mismo cada noche frente al espejo. Oscurecía su piel con maquillaje barato, y se embadurnaba los labios con una capa tan gruesa de lápiz labial que parecían casi blancos bajo la luz mortecina de los bares. Un lunar, pequeño al principio, fue creciendo con cada pincelada, como si la mentira necesitara más espacio en su rostro. Un amigo, más observador que el resto, notó el detalle: “Ese lunar tuyo… cada vez es más grande, Smitty”. Él sólo sonreía, como si supiera algo que los demás ignoraban.
El toque final era puro teatro: un palillo que masticaba con aire distraído, moviéndolo de un lado a otro mientras hablaba, a veces pasaba horas con una pinza de ropa prendida del labio inferior, forzando la comisura hacia abajo. Quería que la tristeza le colgara de la boca, bien visible, como una condena silenciosa que cualquiera pudiera leer a simple vista. 
Cuando algún padre, receloso, le preguntaba por su aspecto, Smitty tenía la respuesta lista: “Me tiño el pelo y me maquillo porque estoy en una banda de rock, señor”. Lo decía con tanta educación, con un aire tan caballeroso, que hasta los más duros acababan cediendo. Era un actor consumado en el papel de yerno ideal.
Pero lo más extraño, lo que realmente lo hacía inolvidable, eran sus botas. Negras, hechas a medida, con los cordones cruzados hasta arriba, tacón alto de vaquero y unas puntas filosas que rivalizaban con la agudeza de su ingenio. Las rellenaba con trapos para ganar unos centímetros, aunque no le importaba explotar su baja estatura si la historia lo requería. A las chicas les contaba que una vez había estado paralizado, y que las botas eran parte de su rehabilitación. Esa mezcla de vulnerabilidad y misterio las desarmaba. Las hacía sentir especiales, elegidas. Y eso, para el, era la llave de todas las puertas.
En el fondo, era un ilusionista. Sabía cómo hacer que la gente viera lo que quería mostrarles, y nada más. Y en las noches largas de Tucson, mientras el desierto susurraba sus secretos, nadie se preguntaba qué había detrás de la máscara. Nadie quería mirar demasiado de cerca.
No era un lobo solitario. Tenía su propia manada, y en el centro de ella estaba Paul Graff.
Paul era el tipo de amigo que uno no elige, sino que la vida te impone. Había pasado por Fort Grant, el correccional donde los sueños se oxidaban tras barrotes y el futuro se medía en días tachados en la pared. Un atraco mal planeado, un hombre muerto, y Paul cargando con el peso de una culpa que no se lavaba ni con alcohol ni con lágrimas. Cuando salió, encontró refugio en la casa de Smitty, como si el destino supiera que esos dos estaban hechos del mismo material quebradizo.
Smitty, por su parte, vivía como un equilibrista sobre la cuerda floja del deseo y el aburrimiento. Se enredaba con chicas —algunas libres, otras con anillo en el dedo—, tomaba clases de canto y rasgueaba la guitarra con la esperanza de que la música lo salvara de sí mismo. Pero la salvación nunca llegaba, y la rutina era solo una excusa para buscar el próximo sobresalto.
Fue Paul quien le presentó a Richie Bruns, otro graduado de Fort Grant. Richie era un caso perdido: arrestado por violar la libertad condicional, reincidente en pequeños robos, bebedor de promesas rotas. Cuando salía, el mundo lo recibía con la misma hostilidad de siempre, y él respondía con una sonrisa forzada y la determinación de volver a caer. Smitty y Richie se entendieron de inmediato, como dos piezas de un mismo puzzle.
Los tres formaban un trío peculiar. Se movían por la ciudad como fantasmas con licencia, compartiendo secretos, cervezas y noches de confesiones a media voz. Eran jóvenes, sí, pero ya sabían demasiado sobre el lado oscuro de la vida. En el fondo, cada uno buscaba algo: redención, olvido, o simplemente una razón para seguir adelante.
En las noches cuando el calor cedía y las luces de neón parpadeaban como faros de otro mundo, Smitty, Paul y Richie eran dueños de la calle. Pero bajo la camaradería y las risas, se escondía una tensión sorda, una promesa de que algo —algo grande y terrible— estaba por suceder.
A los veintiún años, Smitty descubrió que la vida era aún más tramposa de lo que pensaba. Su madre adoptiva, con la voz cansada y los ojos llenos de secretos, le entregó el nombre de la mujer que lo había traído al mundo. Fue un gesto frío, casi burocrático, como si le estuviera pasando una factura vencida. Movido por una mezcla de curiosidad y esperanza, buscó a esa mujer. Cuando la encontró, la respuesta fue un portazo en la cara y una frase que lo dejó helado:
—No te quería cuando naciste, ni siquiera antes de que nacieras, y no te quiero ahora. Sal.
Dicen que ese tipo de rechazo puede quebrar a un hombre. Pero el no era como los demás. O al menos, eso le gustaba pensar. Mantuvo sus sentimientos bajo llave, enterrados bajo una montaña de historias y sonrisas falsas. Solo le confesó algo a Richie, en una de esas noches de whisky barato y confesiones. Pero incluso entonces, era difícil saber dónde terminaba la verdad y empezaba la actuación.
Porque Smitty era un narrador de sí mismo, un fabulador profesional. Sus historias no buscaban compasión, sino admiración. Tenía más de una novia al mismo tiempo, y a varias les propuso matrimonio en paralelo, vendiéndoles la ilusión de un futuro juntos a cambio de unos cuantos billetes. Prometía cuidarlas, protegerlas, amarlas como nadie más podría hacerlo. Pero todo era humo y espejos.
Para llevarlas a la cama, inventaba tragedias: que era un hombre solitario, que tenía un cáncer terminal, que la vida se le escapaba entre los dedos y necesitaba sentir algo real antes del final. A veces, ni siquiera hacía falta tanto teatro. Bastaba con un par de chistes bien lanzados, una risa contagiosa, y cumplidos tan exagerados que resultaban irresistibles. Si la ocasión lo requería, Smitty recurría a la química: un poco de sal en los ojos y, de pronto, las lágrimas brotaban a voluntad. Así convencía a una chica de que estaba abrumado por el privilegio de estar con ella, de que era única en un mundo de sombras.
Pero detrás de cada historia, de cada conquista, de cada carcajada, había un vacío que ni las chicas ni la música podían llenar. Smitty era un experto en crear impresiones, en ser lo que los demás querían ver. La verdad, si es que alguna vez la tuvo, se la guardaba para sí mismo, bien escondida, donde nadie pudiera alcanzarla.
En el fondo, era un hombre solo, rodeado de gente. Un ilusionista que nunca dejó de buscar el truco perfecto para engañarse a sí mismo.
Las chicas no eran más que juguetes en una vitrina polvorienta. Le fascinaba ver cómo caían, una tras otra, rendidas ante cada línea ensayada, cada mirada de chico malo, cada historia contada a media voz en la penumbra de un bar. No era de extrañar que no les mostrara respeto; al fin y al cabo, el respeto exige ver al otro como un igual, y Smitty sólo veía reflejos de sí mismo en los ojos de los demás.
Una vez, en una de esas noches en que la frontera entre la verdad y la mentira se volvía difusa, le contó a una chica una historia macabra: que había matado a un joven, el mismo que había matado a su novia en un accidente de coche. Que, en venganza, le cortó las manos y lo enterró en el desierto. La chica se quedó helada, incapaz de saber si aquello era una confesión o una broma de mal gusto. Poco sabía ella que esa historia, tan exagerada, era un presagio de lo que aquel hombre estaba a punto de hacer. Más tarde, cuando los rumores empezaron a correr, hubo quien dudó de que todo hubiera sido inventado. Smitty llegó a afirmar, sin pestañear, que había cometido cuatro asesinatos. Quizá era sólo un truco para impresionar, o tal vez era la confesión velada de un hombre que ya había cruzado la línea.
Lo que de verdad intrigaba a todos —chicas y chicos por igual— era su libertad. Smitty era un espíritu salvaje, un temerario que hacía lo que quería, cuando quería. Sus gestos, sus palabras, todo en él tenía un aire de exhibicionismo, como si la vida fuera un escenario y él el único actor digno de aplauso. Buscaba la atención con la misma desesperación con la que otros buscan el aire, y cada una de sus hazañas tenía algo de desafío al mundo, una invitación al peligro.
Las actividades que más lo atraían eran las que lo ponían cara a cara con la muerte: carreras de motos, saltos en paracaídas, cualquier cosa que hiciera latir el corazón al límite. “Realmente desearía haber sido un gran cirujano”, confesó una vez, “o filósofo, o autor, o cualquier cosa constructiva”. Pero la verdad era otra: nunca pudo centrarse en nada más que en la música alta, el vértigo de la velocidad y una pasión por los animales.
Quizá esas actividades le parecían más sensatas, o tal vez simplemente eran más fáciles. ¿Para qué molestarse en cambiar de táctica, si las chicas se arremolinaban a su alrededor y hasta llegaban a enfrentarse por un par de minutos de su atención? ¿Por qué buscar algo más profundo, si el mundo ya le ofrecía todo lo que podía desear, envuelto en el papel brillante de la admiración y el peligro?
Smitty vivía al filo, convencido de que era invencible, de que la vida era un juego diseñado sólo para él. Pero en el fondo, cada historia, cada conquista, cada desafío a la muerte, era sólo una forma de no enfrentarse al vacío que lo devoraba desde dentro.
Alleen Rowe tenía quince años aquella noche maldita del 31 de mayo de 1964. Rubia, ojos azules y la cabeza llena de sueños de ser oceanógrafa, era solo una estudiante de segundo año en Palo Verde, sin saber que la oscuridad ya había puesto sus ojos en ella. Hacía poco que su madre, recién divorciada, había mudado a la familia a Tucson, buscando un nuevo comienzo bajo el sol abrasador del desierto. Para Alleen, ese sol era una caricia; le gustaba caminar entre cactus y piedras extrañas, sintiendo la vida latir bajo sus pies.
Pero el desierto, esa tarde, escondía algo más que fósiles y promesas.
Mary French, desaliñada, mayor y con un aire de tristeza pegado a la piel, se había convertido en su amiga. Lo que Alleen no sabía era que Mary era mucho más: confidente y amante de Charles Schmid, el chico raro de las botas negras y las historias oscuras.
Smitty había puesto los ojos en Alleen. No era la primera vez que una chica bonita le llamaba la atención, pero esta vez era diferente. Había estado hablando, casi obsesivamente, de “matar a alguien”. No era una broma. Quería saber cómo se sentía, si era capaz de quitar una vida y salirse con la suya, como tantas veces había hecho con otras cosas. Tenía una lista. Alleen estaba en ella.
Aquella tarde, le ordenó a Mary que convenciera a Alleen para salir con su amigo, John Saunders. Alleen, aplicada y responsable, rechazó la invitación: tenía un examen al día siguiente.Smitty no aceptaba un no por respuesta. Llamó a Mary una y otra vez, apremiándola, exigiendo que insistiera. Cada vez, la respuesta era la misma: Alleen no podía.
La noche cayó y Smitty llegó a casa de Mary con Saunders a su lado. Había nerviosismo en el aire, una electricidad oscura que nadie quiso nombrar. Mary, lejos de disuadirlo, se limitó a quejarse de su fracaso. El, impaciente, le ordenó que buscara a otra chica. El reloj avanzaba, y con cada tic tac su ansiedad crecía. Quería matar esa noche.
Mary no encontró a nadie más. Así que fue hasta donde Alleen estaba visitando a una compañera y la abordó de nuevo. Esta vez, el cansancio, la presión, o tal vez el deseo de complacer a su amiga, hicieron que Alleen cediera.
—Iré, pero tendrás que esperar hasta que mi madre se vaya a trabajar esta noche —dijo, sin saber que estaba firmando su sentencia.
El desierto, esa noche, no sería testigo de una simple caminata. Sería el escenario de una tragedia.
Mary llegó a la casa con la noticia que Smitty esperaba. Había convencido a Alleen. El plan, tan frío y calculado como una jugada de ajedrez, se puso en marcha. Smitty y John cogieron una pala y la metieron en el maletero, como quien prepara una excursión cualquiera, pero con la mirada fija en el abismo.
Esperaron a que la madre de Alleen se marchara. Mary, cómplice resignada, fue hasta la ventana de la muchacha y tocó suavemente. Alleen salió descalza, con rulos en el pelo, vestida con un traje de baño y un blusón amarillo y naranja. Llevaba los zapatos en la mano, como si aún no supiera si iba a una fiesta o a una pesadilla.
El coche arrancó. Mary se sentó delante, junto a Smitty, mientras Alleen se acomodaba en el asiento trasero con John. Condujeron por Golf Links Road, ese tramo de asfalto que serpentea entre el desierto y la ciudad, donde Smitty solía perderse entre besos robados y tragos furtivos. El silencio era denso, apenas roto por alguna broma nerviosa y el zumbido lejano de la radio.
Cuando el coche se detuvo, caminaron todos juntos hacia el corazón del desierto. Encontraron un cauce donde el agua alguna vez corrió, y se sentaron a hablar, fingiendo normalidad. Pero la noche tenía otros planes.
En un momento dado, Smitty y Mary se alejaron juntos hacia el coche para buscar la radio. No habían avanzado mucho cuando la quietud de la noche se hizo trizas con un grito que caló hasta los huesos. Alleen.
Le dijo a Mary que no se moviera del coche y, con el corazón golpeándole las costillas, se lanzó de nuevo hacia la oscuridad, arrastrado por el grito que aún flotaba en el aire.
Encontró a John forcejeando con Alleen.
—Ponle la mano en la boca —ordenó Smitty, la voz fría como el filo de un cuchillo.
Ataron los brazos de Alleen con una cuerda de guitarra. Ella, entre sollozos, preguntaba una y otra vez por qué le hacían eso.
—Mary quiere que lo hagamos. Ella te odia —mintió Smitty, buscando una justificación donde sólo había crueldad.
La resistencia de Alleen era desesperada, pero inútil. La arrastró más adentro del terreno, lejos de cualquier esperanza. Le indicó a John que le quitara el traje de baño, pero con los brazos atados, la tarea era imposible. Smitty le quitó las ataduras, desplegó su chaqueta sobre el suelo y le indicó con voz seca que se recostara.. Ella obedeció, rota por el miedo.
Le dijo a John que abusara de ella, pero el llanto de Alleen era tan intenso, tan humano, que John no pudo hacer nada. Smitty, impaciente, le ordenó que se alejara, y John obedeció, perdiéndose en la oscuridad. Cuando volvió, encontró a Alleen vistiéndose de nuevo, intentando recomponer su dignidad. Se alejó, buscando refugio en la noche, pero no había escapatoria. Smitty y John la siguieron, dos sombras persiguiendo a una muchacha que sólo quería volver a casa.
El desierto, esa noche, fue testigo de un horror que nadie quiso ver.
Smitty recogió una piedra, no cualquiera, sino una con el filo de la fatalidad. Le puso la piedra en la mano a su amigo, como quien entrega el destino sin pulir, rugoso y peligroso. John la sostuvo unos segundos, sintiendo cómo el peso de la roca se mezclaba con el de la elección. Pero al final la dejó caer, incapaz de dar ese paso al abismo.
—No puedo —murmuró, con la voz hecha pedazos de puro miedo y asco.
Smitty no se anduvo con rodeos. Le ordenó a John que regresara al coche y tranquilizara a Mary. Pero Mary seguía clavada en el sitio, inmóvil, como si el miedo la hubiera anclado al asfalto. los ojos abiertos de par en par, el corazón golpeando como un tambor de guerra. Tras comprobar que la joven seguía en el coche a John no le quedó otra que dar media vuelta y volver, arrastrando los pies y la conciencia a partes iguales.
Lo que vio fue una postal del infierno: Alleen tendida de espaldas, el rostro y la cabeza convertidos en una máscara de sangre; Smitty, con las manos y la camisa manchadas, aspiraba aire como un actor tras el último acto, saboreando el silencio después de la tormenta.
—¿Dónde está Mary? —preguntó Smitty, como si la noche pudiera volver a ser inocente.
Cuando John le respondió, Smitty caminó hasta el coche. Se asomó por la ventanilla y le soltó a Mary la verdad como una bofetada:
—La matamos.
Luego, con una ternura macabra, añadió:
—Te quiero mucho.
Mary recordaría después que parecía emocionado, casi eufórico, como si acabara de ganar una apuesta con el diablo.
Smitty tomó la pala y tejió una mentira sobre John, diciéndole a Mary que él había sido quien golpeó a Alleen. La convenció de acompañarlo de vuelta al lugar del crimen. Mary, temblorosa, lo siguió. Vio a Alleen, inerte, sin un solo signo de vida. Smitty le pasó la pala a John y él mismo empezó a cavar con las manos, la arena cediendo bajo los dedos como si el desierto supiera guardar secretos.
Mary se unió, el miedo y la culpa mezclándose con el sudor y la tierra. Cuando el agujero estuvo listo, Smitty tomó las manos de Alleen y le indicó a Mary que la levantara por los pies. Juntos la bajaron a la fosa poco profunda, como si estuvieran enterrando no sólo un cuerpo, sino la última pizca de inocencia que les quedaba.
Tiraron el vestido de Alleen en la tumba, lo cubrieron todo con arena y arrojaron los rulos de pelo. Smitty se quitó la camisa ensangrentada y la enterró junto a la pala, asegurándose de que el desierto guardara bien sus secretos.
Regresaron al coche. Limpiaron cada huella, cada rastro, cada sombra de lo que había ocurrido. Inventaron una historia: Alleen había aceptado salir con John, pero cuando pasaron a buscarla, no estaba en casa. Sencillo, limpio, sin fisuras.
Dejaron a Mary en su casa y se alejaron, tragados por la noche de Tucson, mientras el desierto, cómplice mudo, cubría la tumba con su manto de silencio.
Al amanecer, la casa de los Rowe era puro silencio y sábanas frías. Norma, la madre de Alleen, volvió del hospital con el cansancio pegado a la piel y el presentimiento de que algo no encajaba. Alleen no estaba. Su bolso seguía sobre la cómoda, la ropa intacta en el armario, salvo por el traje de baño y ese vestido amarillo que tanto le gustaba. El corazón de Norma empezó a latir con un ritmo nuevo, uno que sólo entienden las madres cuando la ausencia se vuelve amenaza.
No perdió el tiempo. Llamó a amigas, recorrió las calles, preguntó en cada esquina. Cuando la búsqueda la llevó al límite, llamó a la policía. Les explicó que trabajaba de noche, que cuando se fue, Alleen estaba en su cama. Que a la mañana siguiente, la cama estaba vacía y la casa, más fría que nunca.
Norma contó todo lo que sabía, incluso lo que parecía increíble: un club de sexo en la secundaria, chicos envueltos en drogas, perversiones, prostitución organizada. La policía escuchó, pero el oficial a cargo no pudo evitar una sonrisa escéptica.
—Señora Rowe, eso suena a novela barata —dijo, y el informe quedó archivado bajo la etiqueta de “fugitiva adolescente”.
La investigación fue un trámite. Interrogaron a Mary French, a Smitty, y a John. Smitty, siempre el director de escena, los reunió antes y les hizo ensayar la coartada: la historia de que Alleen nunca salió con ellos, que simplemente no estaba en casa. Nadie se salió del guión.
Una semana después, el teléfono sonó en la casa de Norma. Era el padre de Alleen, al otro lado del país. Había tenido un sueño: veía a su hija, muerta, abandonada en el desierto. Norma, lejos de desecharlo como una pesadilla, sintió que había verdad en esas palabras. Insistió ante la policía, pero le pidieron pruebas, algo más concreto antes de movilizar recursos en un mar de arena sin fin.
Los meses pasaron. En marzo, cuando la esperanza ya era sólo un hilo, Norma fue más allá: acudió al Fiscal General de Arizona, al FBI, a los periodistas. No se rindió, aunque todos la miraban como a una madre histérica, incapaz de aceptar que su hija era sólo otra adolescente que se había escapado. Incluso consultó a un psíquico, buscando respuestas en los rincones donde la lógica no llegaba.
Nada. El caso de Alleen Rowe, como tantos otros, quedó sepultado bajo el peso de la burocracia y la indiferencia. Pero Norma no olvidó. Y en la ciudad, bajo el sol inclemente de Tucson, el desierto seguía guardando su secreto.
Cuando John Saunders dejó Tucson para probar suerte en la Marina, y Paul Graff desapareció en busca de redención o tal vez de olvido, Smitty no tardó en encontrar un nuevo compañero de ruta. Richie Bruns llegó a ocupar ese lugar, un chico de mirada huidiza y pasado turbulento, graduado con honores en el reformatorio de Fort Grant. Richie sólo había llegado hasta décimo grado y, en el fondo, era un inadaptado de manual: torpe con las chicas, ignorado en las fiestas, siempre buscando a alguien a quien admirar. Smitty era ese alguien.
Richie empezó a imitar su forma de vestir, sus gestos, hasta la forma en que encendía un cigarrillo. Se sentía como un hermano menor, y Smitty, encantado de tener público, le permitió participar en sus pequeñas fechorías, le abrió la puerta a su mundo de mentiras y medias verdades. Una noche, entre risas y tragos, Smitty le contó a Richie la historia de Alleen Rowe. Pero Richie, curtido en las historias fantásticas de su amigo, no le creyó. Pensó que era otra de esas anécdotas exageradas, diseñadas para impresionar.
El verano de 1964 trajo consigo un calor pegajoso y nuevas obsesiones. Una tarde, Smitty vio a una chica de dieciséis años en una piscina cerca de Speedway. Rubia, delgada, con ese aire de desafío que tanto le gustaba. Se llamaba Gretchen Fritz. Bastó una mirada para que Smitty supiera que quería conocerla. Cuando preguntó por ella, los chicos le advirtieron:
—Esa chica es un problema, Smitty.
Pero el peligro era un imán para él. Cuanto más le decían que se mantuviera alejado, más crecía su interés.
Siguió a la muchacha hasta su casa, una mansión en un barrio de clase alta, con columnas blancas y jardines perfectamente recortados. Su padre era médico, especialista en corazón y pecho, miembro de la junta del Union Bank. Pero Gretchen no encajaba en ese mundo de apariencias. Era una inadaptada, una rebelde con ideas propias. Despreciaba a los chicos, admiraba a las prostitutas —“al menos ellas cobran por lo que los demás esperan gratis”, decía— y se movía por Speedway como si la ciudad le debiera algo.
Un profesor la llamó “mentirosa psicópata”; el director de su escuela privada no solo recomendó tratamiento psiquiátrico antes de expulsarla, sino que casi lo consideró imprescindible. Entre sus amigos, el rumor era siempre el mismo: estaba devorada por unos celos tan enfermizos que rondaban la locura.
Gretchen se saltaba las  clases, se perdía en las avenidas, y era sospechosa de delitos menores. Pero a Smitty, todo eso le parecía fascinante. Era como mirarse en un espejo distorsionado: dos almas rotas, buscando sentido en un mundo que no les ofrecía respuestas.
En ese verano abrasador, las vidas de Smitty y Gretchen estaban a punto de cruzarse. Y cuando dos fuegos se encuentran, el incendio es inevitable.
Smitty eligió la puerta principal de la mansión Fritz como si fuera el escenario de una comedia absurda. Subió los escalones cargando un montón de ollas y sartenes, fingiendo ser un vendedor ambulante recién llegado del desierto. Golpeó la puerta con el codo, se acomodó el palillo en la boca y esperó. Gretchen apareció, rubia y delgada, con los ojos llenos de aburrimiento y desafío.
—¿Quiere usted mejorar su cocina? —preguntó, agitando una sartén como si fuera una varita mágica.
Gretchen lo miró como si estuviera viendo a un loco escapado de un circo. Cuando terminó el acto, Smitty dejó caer la máscara y confesó que todo era una mentira, un truco barato para conocerla. Ella primero se rió, después lloró, y finalmente lo invitó a pasar y le ofreció un cóctel. Smitty estaba desconcertado, pero también excitado. Había encontrado a alguien tan impredecible como él, y eso era peligroso. Fue el comienzo de una atracción fatal.
En la primera conversación, Gretchen le soltó una bomba tras otra: que estaba embarazada, que su familia no la amaba, que su cuñado tenía conexiones con la mafia. Smitty escuchaba, fascinado. No sabía si creerse la mitad, pero tampoco le importaba. El misterio era parte del encanto.
Después de acostarse por primera vez, Gretchen asumió que él la dejaría, como hacían todos los demás. Pero Smitty, fiel a su papel de embaucador, le dijo que la amaba. Y lo dijo con tal convicción que hasta él estuvo a punto de creérselo.
Empezaron a verse como pareja, aunque para Smitty el amor era sólo otra máscara. Al mismo tiempo, había entregado anillos de compromiso baratos a Mary French y a Darlene Kirk, prometiéndole matrimonio a cada una. En realidad, sólo quería que trabajaran y pusieran su dinero en una cuenta bancaria a su nombre. Darlene, más astuta o menos ilusa, acabó devolviendo el anillo, pero no sin antes llamar la atención de Richie, que observaba todo desde la sombra, aprendiendo los trucos del maestro.
Así era Smitty: un hombre de muchas caras, capaz de vender sueños y recoger corazones rotos, siempre buscando la próxima emoción, la próxima víctima, el próximo secreto que enterrar en el desierto.
La relación entre Gretchen y Smitty era un incendio sin control. Discutían a menudo, casi siempre por las otras chicas que orbitaban alrededor de él como polillas atraídas por una llama peligrosa. Gretchen no soportaba a Richie, y la tensión entre ellos crecía con cada encuentro. Al final, Smitty decidió que era mejor cortar por lo sano. Lo intentó más de una vez, pero Gretchen era como una sombra pegajosa; siempre volvía, siempre encontraba la manera de quedarse.
Richie, testigo de la debacle, no pudo evitar preguntar:
—¿Por qué permites que esta chica te afecte tanto? Nadie lo había logrado antes.
Smitty, con la voz baja y los ojos clavados en el horizonte, confesó el verdadero problema:
—Conoce el mismo secreto que tú, Richie. Sabe lo de Alleen Rowe.
Gretchen le había robado el diario, ese cuaderno maldito donde Smitty había escrito, con una frialdad escalofriante, la historia del asesinato de una chica de dieciséis años y su tumba en el desierto. Ahora, Gretchen usaba ese secreto como un arma, y él sentía la soga apretándose alrededor de su cuello. Empezó a fantasear en voz alta con formas de deshacerse de ella. Una noche, incluso sugirió que Richie le echara ácido en la cara, pero descartó la idea casi de inmediato.
—No podría mirarla después de eso —dijo, medio en broma, medio en serio.
La situación empeoró cuando Gretchen descubrió uno de los “compromisos” de Smitty con otra chica. Su furia era volcánica. Sabía que tenía que hacer algo, que no podía dejar que aquel hombre la humillara así.
Mientras tanto, Gretchen se fue de vacaciones con sus padres. La casa quedó vacía, la calefacción apagada, y Smitty aprovechó para organizar una serie de fiestas salvajes, llenando las habitaciones de humo, risas y promesas que no tenía la menor intención de cumplir. Pero la calma no duró mucho. Gretchen regresó antes de tiempo, irrumpiendo en medio de una fiesta, gritando su rabia. Mary French apareció también, exigiendo que Smitty se casara con ella y fuera un padre adecuado para el bebé que, según ella, estaba esperando.
Gretchen no se quedó atrás: también afirmó estar embarazada y exigió saber qué pensaba hacer Smitty al respecto. La discusión fue un torbellino de reproches, gritos y lágrimas. Más tarde, cambió de táctica y le rogó a Smitty que huyeran juntos, que se fugaran y dejaran todo atrás. Pero el, ya harto, no quiso saber nada. Gretchen, humillada y furiosa, se marchó dando un portazo, lanzando su último insulto al aire:
—¡Smitty, rata!
En el silencio que siguió, Smitty supo que el juego se estaba acabando. Y que, en ese tablero, las piezas ya no se movían a su favor.
La noche del 16 de agosto de 1965, el aire denso de Tucson estaba impregnado de gasolina y juramentos quebrados, como si la ciudad entera supiera que algo malo estaba a punto de suceder.
Gretchen Fritz salió de casa a las siete y media de la noche, con su hermana Wendy de trece años. Iban a ver Tickle Me de Elvis Presley, jamas regresaron a su casa.
El Dr. Fritz, con la angustia clavada en el pecho, contrató a William Helig, un detective privado que había visto demasiadas desapariciones y demasiados secretos. Tres días después, Helig encontró el Pontiac Le Mans rojo y blanco de Gretchen estacionado detrás del Hotel Flamingo, cerca de Speedway. El coche tenía el polvo del desierto pegado a las llantas, grava y barro en el interior. En el asiento, el bolso de Gretchen: veinte dólares, las entradas del cine, sus llaves y una tarjeta de visita de Smitty, de su fallido negocio de tapicería. Nadie se había percatado de cuándo apareció aquel coche, ni de quién lo dejó ahí, fundiéndose con las sombras sin levantar sospechas. Helig rastreó las huellas en el barro hasta que el rastro se perdió en el asfalto.
Las hermanas habían sido vistas en el Cactus Drive-in, viendo la película bajo las estrellas. Un amigo le susurró a Gretchen que Smitty planeaba una fiesta esa noche. A partir de ahí, su rastro se esfumó, disipándose en la noche como el humo de un cigarrillo consumido por el olvido.
La policía recibió un informe de dos jovenes haciendo autostop camino a Nogales. Un coche las recogió rumbo a México, y en Hermosillo, varios testigos juraron haberlas visto subir a un autobús.
El detective Helig y la policía recorrieron ciudades turísticas, buscando en hoteles y calles, pero no encontraron nada.
En septiembre, el caso se cerró: “Fugitivas adolescentes”.
Richie Bruns creyó esa historia hasta que Smitty, en una noche de whisky y confidencias, le contó la verdad sobre las hermanas Fritz.
El acoso de William Helig  sobre Richie y Smitty no cesó, preguntando a ambos con una insistencia que traspasaba las paredes de la sala de interrogatorios, como si el detective ya oliera la verdad entre el humo del tabaco y el sudor de la mentira, convencido de que Schmid sabía más de lo que contaba y de que la historia oficial de las hermanas Fritz era apenas una cortina de humo; Smitty, con la frialdad de un actor sobre el escenario, le había dicho a Richie que las chicas simplemente se habían ido en el Pontiac de Gretchen, huyendo de la ciudad, y Richie, que había visto el coche pasar frente a su casa cerca de la medianoche, no le dio más importancia, incluso sintió un alivio sucio al pensar que Gretchen jamás volvería; sin embargo, todo cambió el día en que Richie fue a casa de Smitty y éste, sentado en el sofá con la calma de un hombre que ya no tiene nada que perder, lo miró fijamente y le dijo que suponía que ya sabía lo ocurrido con Gretchen, y cuando Richie, con la voz quebrada, negó saber algo, Smitty le confesó sin inmutarse que él mismo había matado a ambas chicas, justo en ese mismo sofá donde ahora se encontraban, donde probablemente aún quedaba el eco de sus últimos suspiros, y Richie comprendió, con el estómago revuelto y la piel erizada, que esta vez Smitty no estaba inventando una historia para superar la “maldad” del otro, como solían hacerlo, sino que hablaba en serio, contando con lujo de detalles cómo las había estrangulado, cómo las había metido en el maletero del coche y las había dejado tiradas sin ni si quiera  molestarse en esconder los cuerpos, porque según él, ya nada le importaba, y agregó, con una sonrisa que heló la sangre de Richie, que cada vez se volvía más fácil.
Richie, que hasta entonces había tomado los relatos de Smitty como juegos de adolescentes, se sintió de pronto atrapado en una pesadilla de la que no había salida, y aunque era probable que esos asesinatos hubieran quedado sepultados bajo la arena y el olvido, un incidente posterior, un detalle insignificante que solo Richie vio, le sacudió la mente hasta llevarlo al borde del desquicio, sumiéndolo en una paranoia que le hacía ver la psicopatía de Schmid en cada sombra y en cada esquina, convirtiéndolo en esclavo de sus propios temores y cómplice involuntario de una tragedia que jamás olvidaría.
Una tarde, la calma polvorienta de Tucson se quebró con la llegada de la llamada “Mafia de Tucson”, un grupo de hombres de rostros duros y palabras aún más duras, que no tardaron en presionar a Smitty y a Richie para que soltaran la verdad sobre las chicas desaparecidas. Smitty, fiel a su costumbre de mentir con una sonrisa, repitió la historia que le había dado al detective: que Gretchen se había fugado a San Diego. Los tipos estaban listos para llevarlo hasta allá, y le advirtieron que estuviera preparado. Lo recogieron en un coche y lo llevaron a conocer a Charles “Batts” Battaglia, un hombre que olía a pólvora y a secretos viejos. No satisfechos, también interrogaron a Richie, que sudaba frío ante la posibilidad de que hubieran encontrado los cuerpos. Tras el interrogatorio, Richie se retiró a pensar, con la paranoia mordiéndole los talones, y sugirió llamar a Paul Graff. 
Paul, más sensato o más asustado, aconsejó a Smitty que llamara al FBI, y Smitty, en una jugada extraña, así lo hizo. Como no logró hablar con nadie que le inspirara confianza, propuso algo aún más delirante: ir a enterrar los cuerpos, para asegurarse de que nadie los encontrara. Richie seguía pensando que todo era otra de las puestas en escena de Smitty, pero lo acompañó hasta ese viejo lugar en el desierto donde solían beber. Smitty bajó del coche, agarró una pala y desapareció entre los matorrales. Al poco rato, llamó a Richie. El hedor lo golpeó primero, un olor denso, inconfundible, que le heló la sangre antes de ver nada. Se acercó y encontró a Smitty arrodillado sobre una forma negra, hinchada y atada con un trapo: era Gretchen, o lo que quedaba de ella. No muy lejos, un montículo oscuro sobresalía de la arena; de él emergía una pierna y un pie pequeño, lo único visible de Wendy. El desierto, una vez más, guardaba secretos que nadie estaba listo para desenterrar.
Richie, con el sudor frío recorriéndole  la espalda, cavó a regañadientes un hoyo poco profundo en la tierra reseca, mientras Smitty arrastraba el cuerpo hinchado de Gretchen hacia el fondo del barranco; entre ambos, con movimientos torpes y nerviosos, la enterraron bajo un manto de arena y piedras, pero el cadáver de Wendy quedó donde yacía, apenas cubierto por la noche y la sombra de los matorrales. Smitty, siempre atento a los detalles, le ordenó a Richie que limpiara el zapato de Gretchen para borrar cualquier rastro de huellas, y Richie, con las manos temblorosas, lo hizo, sintiendo la suela pegajosa y fría bajo sus dedos; luego, le quitó el zapato a la pierna de Wendy y lo arrojó al desierto, como si con ese gesto quisiera deshacerse también de su propio miedo. Smitty lo miró fijamente y le dijo, con una sonrisa que ahora estaba tan metido en todo esto como él mismo.
Al día siguiente, descubrieron que el FBI había visitado la casa de los padres de Smitty y se había marchado sin dejar rastro. La mafia, sin perder el tiempo, llevó a Smitty a San Diego, donde intentó, sin éxito, encontrar a un chico con el que Gretchen supuestamente había planeado verse; Smitty mostró fotos de Gretchen por la playa, jugando el papel del novio preocupado, pero la farsa se le fue de las manos cuando lo arrestaron por hacerse pasar por un agente del FBI. Su madre, con lágrimas y angustia, lo rescató de aquel embrollo y lo llevó de vuelta a casa, donde las sombras del pasado y del desierto seguían esperando, como testigos silenciosos de una tragedia que nadie quería reconocer.
En casa, Richie no encontraba descanso; la paranoia lo tenía en vilo, convencido de que Darlene Kirk —una de las viejas conquistas de Smitty y dueña de un amor que él nunca se atrevió a confesar— ya tenía su nombre anotado en la lista negra de Schmid, ese inventario de destinos torcidos del que nadie sale ileso.
Mientras tanto, Smitty encontraba un nuevo entretenimiento en Diane Lynch, una niña de quince años y apenas 40 kilos, a la que consideró “justo de mi tamaño”. Diane, deslumbrada por el misterio oscuro de Smitty, cayó rendida a sus pies; en su primera cita, él le propuso matrimonio y ella aceptó sin dudarlo. Smitty, con un parche de yeso cubriéndole la nariz —una herida llevada con orgullo, parte del disfraz que completaba con el maquillaje y sulunar falso—, cultivaba su leyenda de tipo inalcanzable y peligroso.
Llevó a Diane a Nogales y, el 24 de octubre de 1965, se casaron, sellando otra vuelta de tuerca en la espiral de locura y engaño que lo envolvía todo.
Richie, consumido por la culpa y la obsesión, no podía entender cómo Smitty había logrado olvidar tan fácilmente a las chicas muertas mientras él, atrapado en su propia pesadilla, se volvía cada vez más extraño y maniático en su intento de proteger a Darlene. Su comportamiento inquietante llamó la atención: vigilaba la casa de Darlene día y noche, hacía amenazas y se escondía entre la basura, hasta que la gente comenzó a temerle y a llamar a la policía. Arrestado y sentenciado a abandonar la ciudad durante tres meses, Richie partió a Ohio para vivir con su abuela, con la esperanza de que el tiempo y la distancia lo curaran. Pero allí, lejos del desierto y de las mentiras, se derrumbó por completo y confesó todo lo que sabía.
La policía de Tucson lo trajo de vuelta para que les mostrara el lugar donde estaban los cuerpos. Richie, ahora arrepentido y roto, también les habló de John Saunders y Mary French, desentrañando la red de secretos y mentiras que envolvía a Smitty. Siguiendo sus indicaciones, encontraron los restos esqueléticos de las hermanas Fritz, trozos de ropa, un zapato y mechones de cabello, pruebas mudas de una tragedia que nadie había querido ver. Ahora, con la verdad al descubierto, era el momento de enfrentarse al asesino y llevar justicia a quienes vivían bajo el peso del dolor y el silencio.
Smitty estaba trabajando en el patio delantero de su casa la mañana del 10 de noviembre cuando vio un coche patrullando lentamente la calle. Por un momento pensó que era la mafia, pero cuando los hombres bajaron y se dirigieron directo a la puerta, supo que era la policía. Entró a la casa, pero los agentes lo siguieron y, tras un breve forcejeo verbal, lo sacaron esposado por la puerta principal. Antes de que se lo llevaran, Smitty alcanzó a llamar a su joven esposa, pidiéndole que avisara a su madre, que enseguida tomó el control. Cuando un oficial intentó registrar la casa, Katharine se plantó en la entrada y exigió una orden judicial antes de dejarlo pasar, y acto seguido llamó a un abogado.
En la estación de policía, Smitty escuchó las grabaciones de Richie confesando todo. Los detectives, buscando una reacción, pusieron a Richie frente a él. Los dos se miraron largo rato, hasta que Smitty murmuró: “Sé por qué estás haciendo esto”. Aun así, negó cualquier implicación y aseguró que demostraría su inocencia en el juicio.Lo detuvieron por dos asesinatos. Cuando llegó el momento de tomarle las huellas, le pidieron que se quitara por fin las famosas botas que nunca se sacaba. Smitty se resistió, pero al final cedió. Bastó un segundo para revelar la verdad: sin ese calzado, era varios centímetros más bajo de lo que todos creían. El último truco, desmontado bajo la luz fría de la comisaría.
Los fotógrafos de la prensa se arremolinaron para captar la imagen: el contenido de las botas llenó dos cajas de zapatos, repletas de trapos, latas de cerveza aplastadas y cartón, toda una arquitectura para sostener su fachada.
Quedó detenido sin derecho a fianza hasta la audiencia programada para el 13 de diciembre. 
La policía registró la casa buscando una guitarra sin cuerdas, pero no la encontraron. Un oficial voló a Connecticut para interrogar a John Saunders y otro fue a Texas por Mary French. Al enterarse de que Smitty se había casado, Mary dio una declaración detallada; Saunders también confesó, aunque insistió en que Smitty había cometido el asesinato. Cuando lo llevaron al lugar del crimen, no pudo encontrar la tumba, y Mary tampoco pudo ayudar, aunque la búsqueda arrojó dos rulos de pelo oxidados que Norma Rowe identificó como de su hija. 
Se organizó una búsqueda masiva con estudiantes de secundaria, pero no hallaron los restos. El sheriff Burr sospechaba que un huracán pudo haber arrastrado los huesos lejos del lugar original, pero el fiscal Norman Green estaba decidido a seguir adelante con el caso, con o sin cuerpo: había precedentes y pensaba explotarlos.
En la audiencia preliminar, Saunders se declaró culpable de asesinato en primer grado y fue sentenciado a cadena perpetua, con posibilidad de libertad condicional en siete años. Mary French aceptó cargos menores y testificaría contra Smitty, quedando elegible para libertad condicional en cuatro o cinco años. 
El 30 de noviembre, Smitty fue juzgado en el Tribunal Superior. El juicio por los asesinatos de Gretchen y Wendy Fritz quedó fijado para el 15 de febrero de 1966, con el estado buscando la pena de muerte. El proceso por el asesinato de Alleen Rowe se programó para el 15 de marzo, también bajo pena capital. La caída del “rey del desierto” era ya sólo cuestión de tiempo.
Smitty llegó al juzgado del condado de Pima el martes 15 de febrero de 1966, con una chaqueta de espiga y pantalones color caramelo. En realidad, presentaba un aspecto sorprendentemente pulcro, y más de uno de los que le echaron el ojo no pudo evitar comentar lo menudo que era en persona, lejos del aura imponente que le precedía.. William Tinney lo representó. Tinney había hecho una moción para excluir a la prensa, que fue rechazada, por lo que los reporteros llenaron la sala del tribunal.  El procedimiento tuvo un mal comienzo cuando el juez de edad avanzada tergiversó que el acusado se había declarado culpable. Cuando vio las miradas que todos le daban, se corrigió apresuradamente.
El primer movimiento del abogado defensor, tras lograr que desestimaran al jurado, fue convocar a un psicólogo para demostrar que la publicidad previa al juicio había contaminado, aunque fuera de forma inconsciente, la imparcialidad del jurado. F. Lee Bailey, el defensor, tenía ya un caso similar pendiente ante la Corte Suprema: jugaba en terreno conocido.El juez lo permitió, pero luego desestimó la psiquiatría como una ciencia y se negó a posponer el juicio por un año, como Tinney había solicitado. Luego se llamó al jurado.
Treinta testigos iban a testificar en nombre del estado para probar la premeditación en dos asesinatos para encubrir un asesinato anterior. Es decir, usarían un caso en el que Smitty aún no había sido juzgado como base para juzgarlo en el caso en curso. Schafer luego describió lo que creía que había sucedido, más o menos la forma en que Richie se lo había relatado.
Tinney le dio la vuelta señalando con el dedo a Richie como el que tenía el motivo y el que había hecho el maldito acto.
Nancy Fritz identificó las prendas de vestir de su hija encontradas en el desierto y luego describió la relación de Gretchen con Smitty como cortesía. Añadió que a Gretchen no le había gustado Richie.
Los detectives testificaron que habían encontrado una cuerda de guitarra en el desierto cerca del hueso de la mandíbula de un cráneo, pero no había una fotografía policial que lo respaldara. El cadáver estaba demasiado momificado para determinar la causa de la muerte. Encontraron la guitarra de Smitty en una casa de empeño, pero no pudieron determinar si el cable que encontraron era definitivamente de ese instrumento.
Una chica que conocía a Smitty, Irma Jean Holt, testificó que una vez le había preguntado por qué saltaba cada vez que Gretchen quería algo y él le había dicho que Gretchen había tomado su diario que contenía información sobre un niño que había matado en el desierto por involucrar a una de sus ex novias en un accidente automovilístico fatal. También le dijo a Irma Jean que odiaba a Gretchen.
Cuando John Saunders llegó al stand, alegó la Quinta Enmienda a cada pregunta, que Tinne afirmó que era perjudicial frente al jurado. Saunders fue eliminado.
Mary French fue la siguiente. La defensa se opuso a su presencia, ya que solo podía testificar sobre un crimen para el que no había cuerpo, pero fue anulado. Ella dio cuenta del asesinato de Alleen Rowe.William Tinney sacó a relucir que Mary estaba celosa de Gretchen y enojada con Smitty.
Paul Graff, que fue traído de Nueva Orleans como testigo hostil, dijo que había vivido con Smitty por un tiempo y que este le había contado sobre matar a una chica en el desierto, en compañía de Mary French y John Saunders. Paul había sido invitado a ir a ver la tumba, pero se había negado.Tinney lo obligó a exponer el odio larvado que separaba a Richie y Gretchen. Cuando le preguntaron por el diario, se encogió de hombros y juró que jamás había escuchado hablar de tal cosa.
Los siguientes en subir al estrado fueron el matrimonio Morgen: Bill y su esposa, antiguos conocidos de Smitty, a quien en su día ofrecieron techo. Bill, además, había sido socio de Smitty en un fallido intento de negocio de tapicería. Ante el tribunal, Bill no titubeó al declarar que Smitty le había confesado el asesinato de un niño, detallando incluso cómo le había amputado las manos. Relató también que Smitty mencionó un diario que Gretchen habría sustraído, un cuaderno donde, según él, se describía el crimen con pelos y señales. Smitty, añadió Bill, había dejado caer su deseo de acabar con la vida de Gretchen. La señora Morgen, testigo de aquellas conversaciones y amenazas, admitió haberlas escuchado, aunque en su momento no les dio mayor importancia.
Luego fue el turno de Richie. Habló de manera uniforme y miró sin dudarlo a su antiguo mejor amigo mientras describía los eventos que recordaba. Tinney no pudo sacudir su historia, pero logró que admitiera sus malos sentimientos hacia Gretchen.
Después fue el turno de Gloria Andrews, una joven que reconoció haber estado en la casa de Smitty la noche en que Gretchen desapareció sin dejar rastro. Según su testimonio, Smitty recibió una llamada de Gretchen y, tras colgar, soltó entre dientes: “Voy a atrapar a esa perra aunque sea lo último que haga”. 
Salió de la casa acompañado de Paul Graff, cargando un viejo maletín negro, y no regresó hasta pasada la una de la madrugada. Gloria recordó cómo, al volver, escuchó a Smitty ordenarle a Paul que guardara silencio, a lo que Graff respondió que él no tenía nada que ver y que no pensaba involucrarse. Smitty llegó cubierto de polvo y visiblemente alterado. Paul se marchó poco después, llevándose consigo dos grandes cuchillos de carnicero. Al día siguiente, Smitty llamó a Gloria para informarle que Gretchen había desaparecido y, con frialdad, añadió que ahora podía salir con quien quisiera. Con su declaración, Gloria desmontó la versión que Smitty le había contado a Richie sobre haber matado a las hermanas Fritz en su propia sala de estar.
La fiscalía hizo una pausa. Tinney, viendo una oportunidad, solicitó al juez la desestimación del caso por falta de pruebas. Sin embargo, el magistrado no se dejó impresionar: afirmó que, desde el punto de vista legal, la evidencia presentada distaba mucho de ser débil. El proceso seguiría su curso.
La defensa jugó su carta al llamar al estrado a testigos que no dudaron en exponer la animadversión que reinaba entre Richie y Gretchen. Varios de ellos aseguraron que Paul Graff no estuvo presente en la fiesta del 16 de agosto, echando por tierra el testimonio de Gloria Andrews. No faltaron quienes, entre sus declaraciones, admitieron sin tapujos que habían conspirado para acabar con Richie, resentidos por haber entregado a Smitty.
Cuando el padre de Smitty subió al estrado, la coartada de la defensa empezó a resquebrajarse. Charles Schmid, Sr. fue tajante: aquella noche él estaba en su propia casa, celebrando una fiesta, y no había visto a su hijo. La versión de su esposa, Katharine, aportó aún más dudas. Aseguró que Charlie se había pasado un rato a ver la televisión con ellos, pero no pudo precisar más. Añadió, además, un detalle inquietante: todos los cables de guitarra de Charlie eran grises, mientras que el que la policía encontró en el desierto era negro.
Tras el desfile de algunos testigos adicionales—uno de los cuales desmintió la coartada de Richie para la noche del 16 de agosto—la sala quedó en silencio. Ambas partes dieron por concluidos sus argumentos.
El jurado no tardó en pronunciarse. Apenas dos horas después de retirarse a deliberar, regresaron con su veredicto: culpable. La sentencia fue fulminante: pena de muerte.
Pero para Smitty, el calvario judicial estaba lejos de terminar. Aún le aguardaba otro juicio
La defensa de Smitty, encabezada por su abogado William Tinney, Trató de sacar partido de la apelación aún sin resolver de F. Lee Bailey ante la Corte Suprema en el caso del Dr. Sam Sheppard, alegando que la avalancha de titulares y rumores previos al juicio hacía imposible cualquier atisbo de justicia imparcial.. Aunque la jueza Mary Ann Richey aceptó posponer el juicio por el asesinato de Alleen Rowe, Smitty ya había sido condenado a muerte por los asesinatos de las hermanas Fritz, con ejecución programada para el 17 de junio. Smitty exigió testificar bajo pentotal sódico, pero el tribunal no tenía autoridad para concederlo y la ejecución fue aplazada mientras se resolvían las apelaciones.
Smitty buscó la ayuda del célebre abogado Percy Foreman, quien no pudo tomar el caso pero criticó a Tinney por no presentar defensa psiquiátrica. Tras escuchar una entrevista de Smitty, F. Lee Bailey mostró interés, sugiriendo
una prueba de polígrafo, la cual Smitty superó según el experto. Bailey aceptó el caso, aunque solo si Tinney seguía como co-abogado y si lograban recaudar fondos, lo que apenas alcanzó para un anticipo. Mientras tanto, la joven esposa de Smitty, Diane, lo demandó por divorcio, presionada por su madre.
En junio, tras el fallo favorable de la Corte Suprema en el caso Sheppard sobre juicios injustos por publicidad, Bailey se sumó formalmente a la defensa. Intentó llevar el caso a la jurisdicción federal y retrasó el juicio de  Alleen Rowe varias veces, preparando una defensa basada en la ausencia del cuerpo.
Finalmente, el fiscal aceptó reducir los cargos a asesinato en segundo grado, y Smitty, tras vacilar, aceptó el trato. Bailey pidió tratamiento psiquiátrico para Smitty y luego admitió que siempre creyó en su culpabilidad, pese al polígrafo.
Smitty intentó dar marcha atrás, asegurando que su confesión había sido arrancada bajo
presión y jurando que podía desvelar el paradero del cuerpo de Alleen Rowe. El juez aceptó considerar su petición, pero Smitty se negó a someterse a exámenes psiquiátricos y, finalmente, retiró su propia moción. Fue sentenciado a cincuenta años de prisión, sentencia que él mismo dijo preferir cambiar por la muerte. Finalmente, el 23 de junio, Schmid llevó a las autoridades hasta la tumba de Alleen Rowe, cerrando así el último capítulo de su macabro legado.
Charles Schmid pasó sus últimos años tras los muros de la penitenciaría de Arizona, sentenciado a muerte por los asesinatos de Gretchen y Wendy Fritz. La sombra de la inquietud no lo abandonó ni en cautiverio: primero, urdió una fuga digna de novela, intentando escabullirse dentro de un caballo de ejercicios hueco, pero los guardias frustraron su plan antes de que pisara la libertad. Después, orquestó un falso suicidio, buscando una grieta en el sistema por donde escabullirse, pero la jugada se desplomó como las anteriores. La celda de Schmid terminó siendo el teatro de sus últimos y fallidos ardides, tan sombríos y retorcidos como los crímenes que lo habían condenado a ese encierro. 
En 1971, con la abolición temporal de la pena de muerte en Arizona, la condena se redujo a cincuenta años tras las rejas. No tardó en tentar de nuevo a la suerte: protagonizó una breve fuga, pero la libertad le duró poco. Un antiguo compañero de escuela lo reconoció de inmediato, delatado por una peluca amarilla tan absurda como su intento de pasar inadvertido. Fue devuelto, una vez más, al encierro del que nunca pudo escapar.
Durante su estancia en prisión, adoptó el nombre de Paul David Ashley y se volcó en la escritura de música y ensayos, como si buscara redención o, al menos, una razón para soportar el encierro. Pero la culpa, para él, era un idioma desconocido. Mientras el resto de los presos arrastraba sus propios demonios por los pasillos de la penitenciaría, él se paseaba con altivez, convencido de su propia superioridad, ajeno al peso de los remordimientos que atormentaban a los demás.
La soberbia de Schmid acabó pasándole factura: dos reclusos lo sorprendieron en una emboscada y descargaron sobre él una veintena de puñaladas, destrozándole el rostro y el pecho. Perdió un ojo y, tras diez días de lenta agonía en la enfermería de la prisión, Charles Schmid expiró el 30 de marzo de 1975.
Sus padres solicitaron que lo enterraran en el cementerio de la penitenciaría. Allí, lejos del bullicio y las luces de Tucson, la historia de Smitty quedó sepultada para siempre, envuelta en el silencio y el olvido.
Conclusiones: 
Tucson no volvió a ser la misma después de aquel verano en que las desapariciones y los susurros se transformaron en pesadilla. La confianza se evaporó de las calles, las familias aprendieron a mirar con recelo incluso a los rostros de siempre, y la juventud dejó atrás una parte de su inocencia, marcada para siempre por la sospecha y el miedo. Smitty fue capturado, juzgado y enterrado tras los muros de la prisión, pero el aire del desierto siguió cargado de preguntas sin respuesta: ¿qué empuja a alguien a cruzar la línea del horror?, ¿cómo recompone sus pedazos una comunidad herida por la tragedia?
El tiempo ha pasado, pero las respuestas siguen esquivas. El eco de aquellos días aún resuena en las calles polvorientas de Tucson, en las miradas que esquivan el recuerdo y en la memoria de quienes no logran dejar atrás la sombra de Smitty. Tal vez por eso, cada vez que el sol se esconde tras las montañas y la ciudad cae en penumbra, hay quienes sienten que la historia aún no ha terminado de contarse. Porque hay crímenes que nunca se olvidan, heridas que no cierran y relatos que, por mucho que queramos, siempre nos dejan con la inquietud de saber un poco más.
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