George Russel, el encantador
En este articulo vamos a revelar la doble vida de George Russell, el hombre que transformó el encanto en terror y convirtió las noches de Bellevue en un auténtico infierno. Bajo la máscara de un seductor irresistible, Russell desató una ola de asesinatos brutales que marcaron profundamente a la sociedad y permanecen en la memoria de los habitantes de Washington. ¿Qué llevó a este “encantador” a convertirse en un monstruo? ¿Cómo logró engañar a todos a su alrededor mientras cometía actos inimaginables?
Descubre los secretos, las víctimas y la caza implacable de uno de los asesinos en serie más impactantes de Estados Unidos. Esto es mucho más que un caso policial: es una advertencia sobre el lado más oscuro del ser humano.
George Waterfield Russell Jr. llegó al mundo en Florida en abril de 1958, pero su historia comenzó con una ausencia que marcaría cada paso de su vida. Sus padres se separaron cuando él apenas era un bebé, y su madre lo dejó al cuidado de su abuela mientras buscaba rehacer su vida en Mercer Island, un enclave acomodado cerca de Seattle. Cuando George regresó a su lado, encontró que el lugar que esperaba ocupar en su familia ya estaba tomado: la atención de su madre estaba centrada en su hermana menor. Ese vacío emocional se convirtió en una herida silenciosa que moldeó su carácter.
Para sobrevivir, George aprendió a construir una máscara: un joven carismático, bromista y sociable, capaz de ganarse la confianza y el afecto en un barrio donde la mayoría era blanca y privilegiada. Pero detrás de esa fachada amable se escondía una lucha interna, una desconexión con sus propias emociones y un anhelo profundo de pertenencia que nunca llegó a sentir del todo. Su historia es la de un hombre que, desde la infancia, tuvo que aprender a camuflarse para ser aceptado.
A pesar de que durante el día George se presentaba como un hombre simpático y encantador, su verdadera naturaleza emergía con la oscuridad. Al caer la noche, adoptaba una identidad completamente distinta: se vestía con ropa oscura y recorría las calles en busca de casas que pudiera asaltar. Su modus operandi era meticuloso; elegía cuidadosamente sus objetivos y, una vez dentro, saqueaba dinero en efectivo, joyas y pequeños objetos de valor sentimental que, para él, representaban trofeos personales.
Sin embargo, lo más inquietante de sus incursiones nocturnas no era el robo en sí, sino su inquietante costumbre de detenerse junto a la cama de las mujeres que dormían en esas casas. Permanecía allí, en silencio, observándolas mientras dormían, como si encontrara en ese acto una satisfacción oscura y perturbadora. Para los investigadores, este comportamiento iba mucho más allá del simple robo: sospechaban que Russell obtenía una gratificación sexual retorcida al invadir la intimidad de sus víctimas sin ser descubierto.
Con el paso del tiempo, su actividad delictiva se intensificó, así como su tendencia a la mentira y la manipulación. Russell se convirtió en un experto en el arte del engaño, tejiendo una red de historias falsas para ocultar su verdadera vida. Las autoridades lo detuvieron en más de una veintena de ocasiones, la mayoría por delitos menores relacionados con robos y allanamientos, pero su habilidad para camuflarse y su carisma superficial le permitían evitar consecuencias más graves. A pesar de su historial, pocos sospechaban la magnitud de la doble vida que llevaba, marcada por una escalada de transgresiones y una inquietante obsesión por el poder y el control sobre los demás.
Al alcanzar la mayoría de edad, comenzó a frecuentar los clubes nocturnos de Bellevue, una zona acomodada al este de Mercer Island. Allí desplegaba todo su carisma y habilidades de seducción para entablar nuevas amistades y conquistar a mujeres de distintos perfiles. Su presencia era habitual en locales como Papagayo’s, donde era conocido por su actitud extrovertida y su capacidad para ganarse la confianza de quienes le rodeaban.
Sin embargo, tras esa imagen de hombre encantador se ocultaba una creciente animadversión hacia las mujeres. Su destreza para seducir no era sino el reflejo de una hostilidad latente, que se intensificaba con el tiempo y que acabaría manifestándose de manera violenta. Los testimonios y las investigaciones posteriores revelaron que la facilidad con la que Russell entablaba relaciones era proporcional al resentimiento y desprecio que sentía hacia sus víctimas, una dualidad que lo llevó a convertirse en uno de los criminales más perturbadores de la región.
El verano de 1990 marcó un antes y un después en la vida criminal de George Russell. Fue entonces cuando cometió tres asesinatos caracterizados por una violencia extrema y una puesta en escena perturbadora. Cada crimen llevaba una “firma” personal: Russell dejaba los cuerpos de sus víctimas en posturas grotescas, con objetos cuidadosamente colocados para impactar a quienes los encontraran. Estas acciones no solo evidenciaban un desprecio absoluto hacia las mujeres, sino que también parecían ser una forma de proyectar el resentimiento acumulado durante años, especialmente hacia figuras maternas que lo habían abandonado en su infancia, como su madre y su madrastra.
Russell canalizó ese rencor en sus crímenes, convencido de que la muerte de sus víctimas era una forma de compensar el daño que él mismo había experimentado. Sus ataques se gestaron durante sus salidas nocturnas a discotecas, donde, bajo la apariencia de un seductor encantador, se ganaba la confianza de las mujeres antes de ejecutar su brutal ritual.
Las escenas de los crímenes reflejaban la perversidad de sus actos: las víctimas eran violadas, golpeadas, mutiladas y finalmente colocadas en posiciones humillantes. Russell disfrutaba con el escándalo y la conmoción que generaba cada hallazgo, buscando siempre dejar una huella imborrable en la memoria colectiva. Su modus operandi evolucionó tras el primer asesinato, pasando de atacar en exteriores a irrumpir en los domicilios de sus víctimas, pero la teatralidad y el sadismo en la disposición final de los cuerpos se mantuvieron como su sello distintivo.
La noche del 22 de junio de 1990, Mary Ann Pohlreich salió con dos amigos a Papagayo’s, un club nocturno de Bellevue. Los tres llegaron juntos en el coche de ella, pero cerca de las 9:30 p.m. sus acompañantes se marcharon, dejando a la mujer en el local.
A la mañana siguiente, el cuerpo sin vida de la joven fue hallado dentro del área de los contenedores de basura, en el estacionamiento detrás del restaurante Black Angus, a poco más de un Km del club. Estaba desnuda, solo llevaba dos piezas de joyería, y presentaba una tapa de salsa Frito Lay sobre el ojo derecho. Sus brazos estaban doblados sobre el abdomen, las piernas extendidas y cruzadas por los tobillos, y sostenía una piña en una mano.
El informe forense determinó que la causa principal de la muerte fue estrangulamiento manual. Además, Mary Ann tenía el cráneo fracturado y múltiples lesiones en la cara, aparentemente provocadas por golpes de puño. El hígado presentaba dos laceraciones separadas y se detectó una lesión anal causada por un objeto sólido. En el momento de la muerte, tenía un nivel de alcohol en sangre del 0,14%.
Su bolso, su suéter y su coche permanecieron en Papagayo’s. La policía averiguó que esa noche George acudió al club con su amigo Smith McLain. Tras cenar, Russell le pidió prestado el coche, argumentando que necesitaba cambiarse de camisa para cumplir con la normativa del club. Llevaba consigo una bolsa de lona.
Un policía de Bellevue, que trabajaba esa noche como portero en el local, vio a Russell dos veces: primero poco después de las 10:30 p.m. y luego alrededor de una hora más tarde, cuando George le comentó que iba a acompañar a una chica a su casa. El agente no pudo identificar a la mujer, pero notó que era de complexión similar a la de Mary Ann y que parecía muy ebria.
Russell no regresó al club esa noche con el coche. McLain, molesto, pasó el resto de la noche esperándolo en un restaurante cercano, hasta que a las 5:30 de la madrugada consiguió regresar a casa.
La mañana en que se halló el cuerpo de Mary Ann, Russell llamó a la casa de McLain diciendo que había estado buscándolo toda la noche. Poco después, la hermana de McLain vio a Russell devolver el auto, quien explicó que lo había usado para llevar a un amigo a casa y que no pudo encontrar a McLain después. Ella notó una mancha naranja rojiza en el asiento del copiloto, y Russell dijo que era vómito de sopa de almejas. Rechazó la oferta de que lo llevaran y se marchó con su bolsa.
Cuando McLain revisó su automóvil, percibió un olor desagradable, más parecido a sangre que a vómito. Russell lo llamó después y le repitió que había vomitado en el vehículo tras beber demasiado, y que había llevado a una mujer a casa porque no quería que lo vieran en el Porsche de ella. Sin embargo, Tamara Francis, la supuesta acompañante, declaró que nunca se fue del club con Russell.
La policía también descubrió que George había sido cliente habitual del Black Angus, el restaurante donde apareció el cuerpo, hasta que fue expulsado meses antes del crimen, lo que le había causado un gran enfado.
Meses después, la policía inspeccionó el automóvil de McLain y encontró rastros de sangre y fibras que coincidían con las halladas en el cuerpo de Mary Ann, así como pruebas de ADN y un cabello similar al de Russell, lo que terminó de vincularlo con el asesinato.
Carol Beethe, quien trabajaba como camarera en un restaurante de Bellevue, vivía en un condominio junto a sus dos hijos, mientras que su exesposo residía cerca. La noche del 8 de agosto de 1990, Carol habló primero con su exmarido alrededor de las 9:30 p.m. y más tarde, a las 10:30 p.m., conversó con su pareja, con quien planeaba unas vacaciones. Cerca de la medianoche, se reunió con otro amigo en su lugar de trabajo, y se retiró sobre de las 2:15 de la madrugada.
A eso de las 4:30 a.m., su hija Kelly escuchó movimientos en el pasillo y vio cómo alguien iluminaba con una linterna el baño y los dormitorios, pensando que se trataba del novio de su madre. Cuando Kelly despertó a las 8:30 a.m., notó que Carol no había salido de su habitación como era habitual y que la puerta estaba cerrada. Al intentar abrir la puerta corrediza de la habitación de su madre, se encontró con una escena aterradora y llamó a su padre, quien entró a la habitación por la puerta de cristal.
Carol fue hallada recostada boca arriba en la cama, desnuda salvo por unos zapatos rojos de tacón, con las piernas abiertas y los pies juntos, y rastros de sangre en las piernas como si hubieran sido pintadas con los dedos. Un rifle había sido colocado entre sus piernas, penetrando varios centímetros en su vagina, y su cabeza estaba envuelta en plástico y cubierta por una almohada. El forense determinó que la causa de la muerte fueron graves traumatismos en la cabeza, provocados por un objeto contundente que aplastó el lado izquierdo del cráneo, además de múltiples golpes en el torso que causaron fracturas en las costillas y daños en el hígado.
Testigos afirmaron que Carol y George Russell se conocían y frecuentaban los mismos locales. Una camarera relató que había visto a Russell observando a Carol mientras conversaban sobre una situación entre ambos. Tras el crimen, Russell comentó a conocidos que la víctima era camarera en el restaurante Cucina Cucina. Al examinar el cuerpo, se notó que Carol tenía anillos en la mano derecha, pero faltaban los de la izquierda, los cuales nunca se recuperaron. También desaparecieron varias bolsas con monedas y propinas que Carol guardaba en su cómoda. Semanas después, Russell fue visto recogiendo una bolsa con monedas en una zona boscosa, lo que levantó sospechas. No se hallaron huellas dactilares de Russell en la escena, pero se encontraron cabellos compatibles con él en la sábana, almohada y ropa interior de la víctima, aunque no fue posible una comparación definitiva.
Andrea Levine vivía en un apartamento en el sótano de la casa de Robert Hays y su esposa. La noche del 30 de agosto de 1990, después de cenar con su novio y hablar sobre un viaje, Andrea regresó sola a casa alrededor de la 1:30 a.m. Al amanecer, el dueño de la casa escuchó a su perro ladrar y vio a una figura oscura en el patio, que huyó al ser descubierta, pero la policía no revisó el apartamento de Andrea en ese momento.
No fue hasta el lunes siguiente que la esposa de Hays, al notar que uno de los gatos de Andrea parecía abandonado, entró al apartamento y encontró el cuerpo.
Andrea yacía en la cama, de espaldas, con las piernas abiertas y el libro More Joy of Sex bajo su brazo izquierdo. Un consolador de plástico había sido introducido parcialmente en su boca, y el cuerpo presentaba numerosas heridas en la cabeza causadas por un objeto contundente, además de múltiples puñaladas post mortem. La escena había sido limpiada cuidadosamente para borrar huellas, y solo se encontró un vello púbico oscuro que no pudo ser comparado con certeza a George Russell, aunque tampoco se le pudo excluir.
Durante el juicio, la fiscalía presentó evidencia clara de que George Russell tenía una relación previa con Andrea Levine. Testigos relataron que en varias ocasiones Russell la buscó, llegando incluso a seguirla en coche después de que su novio la llevara a casa, y ayudándola a cambiar la batería de su auto junto a otros amigos. En otra ocasión, se acercó a ella mientras estaba en un bar. Tras el asesinato, Russell habló de Levine de forma despectiva, refiriéndose a ella con insultos y comentarios misóginos.
El fin de semana posterior al crimen, Russell viajó a Canadá con amigos. La noche del asesinato, se ausentó del motel donde se hospedaban, vestido con ropa oscura, y regresó temprano por la mañana, pese a no tener vehículo propio; la casa de Levine estaba a poca distancia del motel.
Días después, una amiga de Russell recibió de él un anillo, que más tarde fue empeñado y recuperado por la policía. La familia y una joyería confirmaron que pertenecía a Andrea Levine, reforzando la conexión directa entre Russell y la víctima.
Ocho días después del asesinato, fue arrestado por otros delitos menores. Tras interrogarlo, la policía lo acusó formalmente de los asesinatos de Mary Ann Pohlreich, Carol Beethe y Andrea Levine, consolidando el caso con pruebas materiales y testimonios que demostraban su vínculo y conducta hacia las víctimas
Durante el interrogatorio, negó cualquier implicación y se rehusó a entregar muestras de ADN o cabello, por lo que, ante la falta de pruebas directas, fue puesto en libertad. Sin embargo, la investigación continuó: un testigo situó a Russell con Mary Anne Pohlreich la noche de su muerte, y el análisis del vehículo que usó esa noche reveló rastros de sangre y fibras coincidentes con las halladas en el cuerpo de la víctima. Además, los agentes lograron recuperar el anillo robado a Andrea Levine, que Russell había regalado a otra mujer, lo que terminó de vincularlo con los crímenes. El amigo explicó a los agentes que George le devolvió el vehículo completamente limpio porque la chica había vomitado tras comer sopa de almejas. Pero en el interior olía más a sangre que a vómito. Tras revisar la camioneta, la científica encontró rastros de sangre de Mary Anne. Además, las fibras de las alfombras del vehículo coincidían con las halladas en el cuerpo de la víctima.
La recuperación del anillo de Andrea Levine, la tercera víctima, fue clave para cerrar el cerco sobre George Russell. Los investigadores descubrieron que Russell había entregado la joya a una joven con la que salía, y fue un amigo suyo quien proporcionó la pista decisiva. Una vez recuperado el anillo e identificados los vestigios genéticos de Mary Anne Pohlreich, las autoridades detuvieron y acusaron a Russell de tres asesinatos en primer grado el 10 de enero de 1991.
Nueve meses después, comenzó el juicio contra el conocido como “The Charmer” o “The Bellevue Killer”. El jurado lo declaró culpable de todos los cargos y el tribunal lo sentenció a dos cadenas perpetuas más 29 años de prisión. Desde entonces, George Russell permanece recluido en el Centro Correccional de Clallam Bay, y su caso sigue siendo objeto de análisis por parte de expertos en perfilación criminal.
Conclusiones:
El caso de George Russell deja tras de sí una estela de preguntas sin respuesta y un eco de tristeza que atraviesa generaciones. La historia de Mary Anne Pohlreich y las demás víctimas no es solo la crónica de un crimen, sino el retrato de vidas interrumpidas abruptamente, de futuros que nunca llegaron a ser. Sus risas, sus proyectos, sus afectos quedaron suspendidos en el tiempo por la irrupción de una violencia incomprensible.
Este caso nos enfrenta al lado más oscuro de la condición humana y nos obliga a mirar de frente el dolor de quienes quedan atrás: familias rotas, amistades que nunca sanarán, comunidades marcadas por el miedo y la incredulidad.
Que la memoria de Mary Anne y de todas las mujeres que perdieron la vida inspire una reflexión profunda sobre la fragilidad de la existencia y la necesidad de construir entornos más seguros, atentos y humanos. Que su ausencia no sea en vano, sino semilla de conciencia y esperanza para quienes aún pueden ser protegidos.
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