Los asesinatos de la tienda del yogurt
En diciembre de 1991, Austin fue sacudida por un horror que congeló el alma de la ciudad, cuatro adolescentes fueron brutalmente asesinadas, atadas, silenciadas y ejecutadas con una crueldad que superó toda imaginación.
El caso, envuelto en mentiras, confesiones falsas y sospechosos inocentes, quedó preso del tiempo y la frustración. Pero la verdad, paciente y agazapada, no tardó en abrirse paso a golpes de ciencia y ADN.
Prepárate para adentrarte en un abismo de horror y secretos donde la verdad ha permanecido oculta por más de treinta años. En esta historia nada es lo que parece, y cada sombra guarda un grito que exige ser escuchado. Porque el verdadero terror no siempre está en lo visible, sino en lo que se arrastra silencioso bajo la superficie.
La noche cayó espesa sobre la ciudad, con ese silencio áspero que precede a las desgracias. En un local pequeño, de nombre luminoso y casi ingenuo, se escondía el rastro de una violencia inexplicable. Cuando las llamas devoraron las paredes entre vitrinas y mostradores, ya era demasiado tarde: dentro, cuatro vidas habían sido apagadas con brutalidad.
Amy Ayers, apenas una niña de trece años. Eliza Thomas, diecisiete, con sueños aún frescos de juventud. Jennifer Harbison, casi de la misma edad, y su hermana Sarah, quince años, atrapada en una oscuridad que no perdona inocencias.
El robo fue solo una burda coartada ; el fuego, un telón para cubrir los pecados de la noche. Pero lo esencial quedó escrito en las sombras: un crimen frío, sin justicia inmediata, y el recuerdo de cuatro adolescentes arrancadas del mundo en un instante.
Jennifer y Eliza conocían de memoria cada rincón de la tienda. Aquella tarde les había tocado el turno largo, el de cerrar. Entre mesas limpias y vitrinas de yogur, llevaban el ritmo cansino de quienes, a las once en punto, sueñan ya con la libertad de la noche.
Mientras tanto, en el cercano Northcross Mall, Sarah y su amiga Amy dejaban pasar las horas entre escaparates y risas adolescentes, sin saber que el destino las llevaba directo hacia la penumbra. Al caer la noche caminaron hasta la tienda. El plan era sencillo y cotidiano: esperar el final del turno de Jennifer y regresar juntas a casa. No había nada extraño en ello, excepto la certeza de que aquel gesto inocente —reunirse al cierre— las dejaría atrapadas en una historia que no tendría regreso.
Era la noche del viernes 6 de diciembre de 1991. Poco antes de la medianoche, un agente de la policía de Austin recorría las calles en su ronda habitual. Entonces lo vio: un resplandor extraño, humo y llamas que trepaban desde la tienda. Con un gesto rápido reportó el incendio, sin imaginar el infierno oculto tras aquellas paredes que ardían.
Cuando el fuego cedió y los bomberos se abrieron paso entre los restos calcinados, la escena reveló toda su oscuridad. Allí yacían las cuatro muchachas. Ya no había risas ni conversaciones adolescentes, solo el silencio brutal de la muerte. Estaban desnudas, despojadas de dignidad, y cada una había recibido un disparo preciso en la nuca: una bala calibre .22, fría y anónima, ejecutando con frialdad lo que parecía un ritual de exterminio.
Nada en aquel local de yogurt podía explicar semejante violencia. Solo quedaba la certeza de que la ciudad había sido testigo de un crimen despiadado, sellado con fuego para borrar sus huellas.
La escena adquiría tintes aún más insoportables a medida que los investigadores se adentraban entre los restos. Sarah yacía con las muñecas sujetas por unas prendas íntimas que habían servido de ligaduras y mordaza; en su cuerpo quedaban señales de un ultraje tan cruel que no podía disimularse. Jennifer, en cambio, no estaba atada, pero sus brazos forzados hacia la espalda hablaban de sumisión y violencia contenida. Eliza compartía destino: inmovilizada con las manos tras la espalda y la boca aplastada por un trozo de tela que había sofocado sus últimos intentos de gritar.
Amy, la más joven junto a Sarah, estaba separada, como apartada de las demás, en un rincón distinto de la tienda. El fuego no había logrado reducirla a cenizas, pero había marcado su cuerpo con un mapa de dolor: quemaduras de segundo grado y el inicio de un tercero cubrían casi un tercio de su piel. Alrededor de su cuello permanecía un trozo de tela, improvisado como mordaza, y los disparos narraban lo indecible: el primero se quedó oculto en su cráneo, mientras el segundo atravesó su rostro por la mejilla y la mandíbula, desfigurando la inocencia a golpes de plomo.
El lugar, pensado para servir dulzura y rutina, había sido convertido aquella noche en un escenario de barbarie meticulosa. Todo en aquella escena gritaba que no se trataba de un arrebato, sino de una ejecución planificada, la frialdad de un verdugo que decidió borrar la vida entre el fuego y la penumbra.
Los indicios sugerían que la crueldad había sido calculada hasta el último gesto. Los asesinos, después de ejecutar a las jóvenes, apilaron los cuerpos unos sobre otros como si fueran despojos sin nombre. Encima colocaron servilletas del propio establecimiento, empapadas con combustible, y les prendieron fuego, intentando borrar las huellas de lo ocurrido.
Pero en ese infierno Amy aún respiraba. Malherida, con la piel marcada por las llamas y el cuerpo quebrado, logró apartarse de la pila mortal y arrastrarse hasta otro lugar de la tienda. Aquella resistencia fugaz fue descubierta por sus verdugos, que la remataron con el segundo disparo que selló su destino.
Al ser hallados, los restos confirmaron la violencia de la escena: Sarah y Eliza estaban apiladas, una sobre otra, mientras que el cuerpo de Jennifer yacía junto a ellas. Todo indicaba que en un principio había sido colocado sobre la pila, pero que cayó cuando Amy, en su último acto de vida, intentó escapar de la hoguera.
El local, que alguna vez olió a azúcar y fruta, había sido convertido en un depósito de muerte, donde la lógica de los verdugos solo buscaba incendiar la verdad junto con sus víctimas.
Los forenses hablaron con la frialdad de quien acaricia la verdad con bisturí y cifras. Entre las líneas de su informe se escondía una certeza incómoda: el fuego no había nacido solo. Las mediciones revelaban un calor desproporcionado, como si alguien hubiera sembrado las llamas con un líquido voraz, un acelerante dispuesto a borrar huellas y silencios. Sin embargo, el hallazgo más oscuro se leía en la pausa helada del perito: para ellas, el fuego no fue más que el telón final de una tragedia que llevaba otro nombre.
Cerca de una hora antes de que las luces se apagaran y las puertas se sellaran, un hombre inquieto, impaciente por que se vaciara la cola, recibió permiso para usar el baño. Allí dentro se demoró más de lo que debía, y hay quien sospecha que, en la penumbra, atrancó una puerta trasera, como un ladrón sellando su entrada y salida. Poco antes del cierre, una pareja que abandonaba la tienda mientras Jennifer echaba pestillos al acceso principal para cortar el paso, vio a dos hombres aún sentados en una mesa.
Los asesinos escaparon probablemente por una puerta trasera, esa misma que fue hallada abierta de par en par, como si los fantasmas del crimen todavía la empujaran silenciosos. La precisión y el dominio con que se desarrolló el ataque, la manera de someter a las víctimas y quemar las pruebas sin dejar rastro hablaban de alguien que no era un chiquillo jugando a ser peligroso. Un veterano detective, curtido en mil batallas, aseguró que solo un adulto con oscuro pasado podría maniobrar así. El dueño de la tienda denunció el robo de 540 dólares de las cajas, pero los investigadores creen que ese robo fue un simple botín de paso; la verdadera razón del crimen estaba escrita en sangre y fuego, no en billetes robados.
En el aire denso de aquella noche fatídica, un nombre rondaba las sombras de Austin: Kenneth Allen McDuff, un asesino en serie con un historial sangriento que helaba la sangre. Por un momento, la investigación se clavó en esa pista como un cuchillo, tanteando su conexión con aquel horrible crimen. Pero al final, la verdad se impuso y McDuff fue descartado, quedando libre de este capítulo oscuro.
La policía de Austin cargaba con una lista de medio centenar de sospechosos, cada uno con la pesada carga de la duda, acusados o señalados por voces anónimas que clamaban justicia. En 1992, una confesión llegó desde tierras mexicanas: dos ciudadanos admitieron su culpa, o eso parecía, en manos de autoridades ajenas. Pero la verdad, esa dama esquiva, pronto hizo ruido y desgarró la farsa: aquella confesión resultó ser otro espejismo en la oscura noche de la ciudad.
La madrugada del 6 de octubre de 1999, las sirenas rompieron el silencio en distintos puntos del país. Habían pasado ocho años desde la masacre, pero la policía de Texas y de Virginia Occidental creía, por fin, tener entre las manos a sus sospechosos. Cuatro nombres circularon aquel día en los informes: Robert Burns Springsteen Jr., capturado en Charleston; Michael James Scott, detenido a las afueras de Austin; Maurice Pierce, interceptado en Lewisville, al norte de Dallas; y Forrest Wellborn, reducido en un pequeño pueblo al sureste de la capital texana.
Todos ellos cargaban con la sombra de la adolescencia: cuando el crimen pintó de sangre las paredes de aquella tienda, eran apenas unos muchachos. Ahora, al borde de la veintena, enfrentaban la maquinaria de la justicia como si fueran piezas de un rompecabezas ya decidido de antemano.
Pero las pruebas no encajaban. La fiscalía anunció que más de setenta perfiles genéticos habían sido analizados, incluidos los de los cuatro acusados, y ninguno coincidía con el rastro biológico dejado por el asesino en la escena. La certeza comenzaba a resquebrajarse.
Forrest Wellborn fue el primero en quedar en libertad: el gran jurado de Austin ni siquiera lo señaló con el dedo. Tiempo después, las acusaciones contra Maurice Pierce se desmoronaron también, borrando de golpe la figura del supuesto cabecilla. Al final, la historia se estrechó en dos nombres que serían arrastrados hasta el banquillo de los acusados: Scott y Springsteen, las piezas que la fiscalía se negó a soltar en su apuesta por arrancar una verdad, aunque las pruebas insistieran en negársela.
La investigación se vio afectada significativamente por problemas internos dentro del Departamento de Policía de Austin. El detective Héctor Polanco fue despedido debido a presuntas filtraciones y difusión indebida de confesiones relacionadas con el caso. Además, existió una relación que involucraba al padre de Springsteen y a Karen Huntley, quien trabajaba en el procesamiento de datos de la policía de Austin, situación que llevó a su traslado.
Cabe destacar que Polanco estuvo involucrado previamente en la obtención forzada de una confesión falsa en un caso de asesinato anterior. Dicha situación provocó la encarcelación injusta de Christopher Ochoa y Richard Danziger durante 13 años. Ochoa y Danziger finalmente fueron liberados, pero Danziger sufrió un ataque en prisión que le causó daño cerebral permanente.
En 2006, el Tribunal de Apelaciones de lo Penal de Texas anuló la condena de Robert Burns Springsteen Jr. y Michael James Scott por los asesinatos de la tienda de yogur en Austin (1991) bajo la base de haber tenido un juicio injusto. La Corte Suprema de los Estados Unidos se negó en febrero de 2007 a restablecer la condena. No existía evidencia que los ubicara en la escena del crimen, y ambos declararon que fueron obligados a confesar. Además, se hizo pública una imagen de una cámara de seguridad mostrando a un agente poniendo una pistola en la cabeza de Scott durante un interrogatorio, evidenciando coerción en la obtención de la confesión. Esta situación contribuyó a la revocación de las condenas y la posterior liberación bajo fianza, culminando en la desestimación de los cargos en 2009.
En agosto de 2008, la defensa de Scott y Springsteen solicitó que se realizaran pruebas de ADN para verificar potenciales culpables distintos a sus clientes. Los análisis efectuados ese mismo año no encontraron ninguna coincidencia con la evidencia recolectada. Además, varios de los miembros del jurado original manifestaron que, de haber conocido esta nueva información, no habrían apoyado la condena contra ambos hombres. Esta revelación fue clave para cuestionar la validez del juicio y dar paso a la revisión del caso.
El 24 de junio de 2009, el juez Mike Lynch, respondiendo a una petición de la fiscal del distrito del condado de Travis, Rosemary Lehmberg, ordenó que Robert Springsteen y Michael Scott fueran liberados bajo fianza mientras esperaban un nuevo juicio. Aunque la fiscalía había solicitado que los juicios continuaran, Lehmberg señaló públicamente que ambos habían sido condenados por jurados en 2001 y 2002, pero que sus sentencias fueron anuladas debido a que las declaraciones obtenidas durante los interrogatorios se consideraron involuntarias. Además, mencionó la existencia de nueva evidencia basada en ADN que podría estar relacionada con otros sospechosos aún no identificados. Finalmente, el 28 de octubre de 2009, todos los cargos contra Springsteen y Scott fueron desestimados definitivamente.
Durante la noche del 23 de diciembre de 2010, Maurice Pierce, uno de los implicados originales en el caso de los asesinatos de la tienda de yogur, protagonizó un incidente tras ser detenido por tránsito en el norte de la ciudad. Tras intentar huir a pie del control establecido por los agentes Frank Wilson y Bradley Smith, Pierce se enfrentó a Wilson y logró apoderarse de un cuchillo del cinturón del policía, con el cual lo hirió en el cuello. Pese a la gravedad de la herida, el agente Wilson logró sacar su arma y, en un acto de defensa, disparó contra Pierce, quien perdió la vida en el lugar del hecho. El agente Wilson sobrevivió al ataque.
Después de más de treinta años de investigaciones, las autoridades de Austin, Texas, anunciaron recientemente un gran avance en el conocido caso de los asesinatos de la tienda de yogur. Gracias a pruebas genéticas, los investigadores identificaron a Robert Eugene Brashers como principal sospechoso de la muerte de las cuatro adolescentes.
Se tiene información limitada sobre la infancia de Robert Eugene Brashers. Nació en Newport News, Virginia, el 13 de marzo de 1958 y era el hijo menor de Doulis y Nancy Brashers. Durante su niñez, la familia se trasladó a Huntsville, Alabama, donde Brashers creció. Según los registros, no tuvo problemas con la ley mientras era adolescente, tampoco consumía alcohol ni drogas, y tras terminar sus estudios optó por alistarse en el Ejército, cumpliendo servicio en la Marina durante varios años.
A comienzos de los años 80, Brashers dejó el Ejército y se trasladó a Luisiana, donde vivió en Nueva Orleans durante un tiempo. Posteriormente, a mediados de esa década, decidió mudarse a Fort Myers, Florida. Ya en los años 90, contrajo matrimonio y en 1991 tuvieron una hija, mas adelante la pareja adoptó dos niñas, formando así una familia numerosa.
En el otoño de 1985, Robert Eugene Brashers se cruzó en el camino de Michelle Wilkerson en Fort Pierce. La noche comenzó con un encuentro casual en un bar, donde compartieron seis botellas de cerveza que parecían sellar una velada tranquila. Sin embargo, la atmósfera cambió cuando la llevó a un callejón cercano a un huerto cercano, donde intentó imponer sus deseos. Al ser rechazado y en su desesperación por controlar la situación, estalló un forcejeo y Brashers sacó un arma, hiriendo a Michelle con dos disparos, uno en el cuello y otro en la cabeza. Pese al dolor y al peligro, ella logró escapar y esconderse en un canal bajo la carretera, hasta recibir ayuda. Brashers, perdido y consciente de su crimen, arrojó su arma al mar y fue arrestado poco después. Fue sentenciado a 12 años de prisión, aunque por buena conducta salió en libertad en 1989.
Esta noche marcó el inicio público de una oscura y violenta trayectoria que lo llevaría a ser identificado, años después, como el responsable de crímenes aún más atroces.
Después de salir de prisión, Brashers llevó una vida errante, desplazándose constantemente entre Carolina del Sur, Tennessee y Georgia. Su periplo criminal continuó cuando, el 18 de febrero de 1992, fue arrestado en el condado de Cobb, Georgia, bajo cargos de robo de vehículo y posesión de armas. Durante la inspección de su vehículo y apartamento, la policía halló un escáner de radio, una chaqueta de policía, herramientas para romper cerraduras y una licencia de conducir falsa de Tennessee. A sabiendas de que podía enfrentar una dura condena, aceptó un acuerdo judicial declarándose culpable del cargo más grave, mientras los demás cargos fueron retirados, recibiendo una pena de cinco años que cumplió por completo hasta su liberación en febrero de 1997.
Durante los dos años siguientes, su residencia fue inestable, mudándose entre Tennessee, Arkansas y Missouri. El 12 de abril de 1998, fue detenido nuevamente en Paragould, Arkansas, mientras intentaba entrar en la casa de una mujer para quien había trabajado anteriormente. Según informes, había cortado cables eléctricos alrededor de la vivienda y fue arrestado en posesión de herramientas de cerrajería y una cámara de video. Fue liberado posteriormente después de que alguien acudiera a pagar su fianza.
En la fría mañana del 13 de enero de 1999, la quietud del estacionamiento del motel Super 8 en Kennett, Missouri, un vehículo robado llamó la atención de la policía. Al confirmar que Robert Brashers y su familia habían llegado en ese coche solo días antes, los agentes irrumpieron en la habitación. Lo encontraron escondido bajo una cama, armado y listo para enfrentar el arresto. Sin embargo, no se entregó sin luchar; abrió fuego contra los oficiales, obligándolos a retroceder y pedir refuerzos.
En cuestión de minutos, la policía rodeó el motel por completo, mientras Brashers tomaba a su esposa e hijas como rehenes. La tensión se prolongó durante cuatro horas de intensas negociaciones. Finalmente, Robert liberó a su familia, pero en un acto desesperado, se disparó en la cabeza. Permaneció con vida seis días más, antes de sucumbir a las complicaciones de su herida. Su muerte fue oficialmente declarada como suicidio, poniendo fin a una violenta saga que apenas comenzaba a desenredarse para las autoridades.
El nombre de Robert Eugene Brashers permaneció oculto en las sombras hasta 2018, cuando CeCe Moore, una genealogista de Parabon NanoLabs, utilizó la investigación genética basada en genealogía para identificarlo como sospechoso de tres asesinatos y múltiples violaciones ocurridas desde 1990. Ante estos hallazgos, las autoridades de los condados de New Madrid y Pemiscot en Missouri solicitaron la exhumación de sus restos para realizar pruebas más precisas. Así, el 27 de septiembre de 2018, el ataúd que contenía los restos de Brashers fue exhumado, permitiendo extraer ADN directamente de sus huesos para confirmar su vinculación con los crímenes.
Las pruebas de ADN revelaron que Robert Eugene Brashers era el responsable del asesinato de Genevieve “Jenny” Zitricki, una programadora de 28 años que fue brutalmente atacada en su apartamento en Greenville, Carolina del Sur, el 5 de abril de 1990. Fue golpeada, violada y estrangulada con una medias, y tras el crimen, el asesino arrastró su cuerpo a la bañera y escribió en el espejo del baño la frase “no jodas con mi familia”. La muestra de ADN recogida en 1995 no coincidía con ningún sospechoso previo, pero se confirmó que en esa fecha Brashers vivía cerca de la víctima.
También fue vinculado al doble asesinato de Sherri Scherer y su hija Megan, a quienes ató, violó (en el caso de Megan) y mató a tiros en Portageville, Missouri, en marzo de 1998 con un arma calibre .22. Dos horas después, intentó atacar violentamente a otra mujer en Tennessee, aunque falló debido a su resistencia. Las pruebas balísticas confirmaron que fue la misma arma usada en esos crímenes. Además, se le relaciona con la violación de una niña de 14 años en Memphis en 1997.
El 26 de septiembre de 2025, se confirmó oficialmente que Robert Eugene Brashers era el responsable de los asesinatos de la tienda de yogurt. Esta revelación
puso fin a un misterio de más de tres décadas.
Un perfil parcial de ADN fue desarrollado a partir de un hisopo vaginal tomado de una de las víctimas de los asesinatos en la tienda de yogurt. Este perfil no coincidía con ninguno de los sospechosos investigados inicialmente; sin embargo, el ADN de Robert Eugene Brashers presentó una coincidencia parcial que permitió a los investigadores centrar la atención en él. Además, fue clave el hallazgo de un casquillo de bala en un desagüe de la escena del crimen, que coincidía con los patrones balísticos del arma que Brashers usó para suicidarse durante un enfrentamiento con la policía en 1999. Estos hallazgos científicos fueron fundamentales para llegar a una conclusión definitiva en el caso.
En febrero de 2019, Deborah, la hija de Robert Eugene Brashers, relató detalles intensos sobre la personalidad y comportamiento de su padre. Contó que lo conoció recién en 1997, tras su salida de prisión, y durante los dos años siguientes vivió con él, su madre y sus hermanas. Recordó episodios violentos, como una pelea en la que Brashers hirió a su padrastro en la cabeza con un taladro. También describió conductas inquietantes, entre ellas, que su padre se grababa a sí mismo haciéndose cortes pequeños en el cuello y los brazos para probar su tolerancia al dolor. Señaló que su madre, Dorothy, que falleció en 2018, parecía estar al tanto de las actitudes oscuras de Brashers y prefería mantenerlo oculto en casa. Además, Deborah recordó que la salud mental de su padre se deterioró mucho hacia abril de 1998, y que su trabajo en la construcción lo mantenía lejos de casa durante semanas, momentos en que probablemente cometió más crímenes.
CONCLUSIONES:
En el laberinto oscuro de esta historia, Brashers fue el lobo que se escondía tras la piel de cordero, hiriendo sin remordimientos la inocencia que cruzó su camino. Su rostro jamás fue más que una sombra entre la multitud, pero su huella quedó marcada a sangre y fuego. Este final tardío no es solo un punto y aparte, sino un disparo al vacío que grita que la justicia lenta también es justicia, y que en la penumbra, aunque caminen los demonios, siempre hay quien enciende una luz. Que el eco de estas vidas apagadas retumbe para siempre en la conciencia de quienes se niegan a olvidar.
Después de décadas de incertidumbre y falsas pistas, la verdad sobre Robert Brashers emerge del pasado, recordándonos que el tiempo puede ocultar horrores, pero nunca borrarlos completamente.
Enlaces:
Fuentes:
https://en.wikipedia.org/wiki/Robert_Eugene_Brashers#1991_Austin_yogurt_shop_murders
https://es.wikipedia.org/wiki/Asesinatos_de_la_tienda_de_yogur_en_Austin_(1991)

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