Los hijos del trueno
En el episodio de hoy te llevamos al corazón de una pesadilla californiana donde la fe se transforma en arma, la sangre reemplaza la esperanza y los profetas sólo dejan muerte a su paso. Los Hijos del Trueno: un grupo sectario que enterró cinco vidas bajo la promesa de un reino de “paz y alegría”, liderados por Glenn Helzer, un hombre dispuesto a todo—tráfico, estafa, asesinato—para cumplir una profecía escrita solo en su locura.
¿Qué ocurre cuando la religión es combustible para la manipulación, y el amor, una herramienta letal en manos del fanatismo? Desde cuentas bancarias teñidas de rojo hasta bolsas negras flotando en el río, esta historia esconde más horrores de los que imaginas, y la justicia apenas logra arañar la superficie.
Prepárate para conocer el caso que reescribió el significado de “familia”, transformó devoción en obediencia ciega y convirtió a California en el escenario de una crónica negra imposible de olvidar. Si crees que lo has escuchado todo… espera, porque hoy la realidad supera cualquier ficción.
En la pequeña ciudad de Martínez, donde los días comienzan con el aroma del café de las cafeterías de esquina y las noches se apagan con el sonido distante de los trenes que cruzan el condado de Contra Costa, pocos sospechaban el infierno que germinaba lentamente en una familia de devotos mormones. Era una casa como cualquier otra: cuidada, discreta, oculta entre los árboles del suburbio. Detrás de esa fachada perfecta, los hermanos Glenn y Justin Helzer tejían una historia que terminaría calando hondo en los anales del crimen californiano.
Todo comenzó en Lansing, Michigan, donde Glenn Taylor Helzer vino al mundo en 1970. Dos años más tarde, nacería Justin. Desde entonces, Glenn fue el centro, el sol en torno al cual orbitaba la familia, y especialmente su hermano menor. Glenn era el hijo ejemplar: carismático, locuaz, de sonrisa fácil. Brillaba en las reuniones familiares, en las actividades de la comunidad, en las miradas de sus padres que veían en él el cumplimiento de todos los valores que su fe les había enseñado.
Justin era otra historia. Callado, introspectivo, con la mirada que rara vez sostenía la de los demás. Siempre un poco detrás, siempre siguiendo el camino que alguien más había trazado. Y ese alguien, casi siempre, era Glenn.
Cuando la familia se trasladó a California, Glenn ya se había convertido en el líder natural del dúo. En los pasillos del instituto de Martínez, él era quien abría puertas, quien hacía amigos; Justin, en cambio, era una sombra fiel que aprendió desde temprano a confiar más en su hermano que en sí mismo.
La religión mormona, que habría de dar rumbo moral y propósito a sus vidas, acabaría también sirviendo como marco para algo muy distinto. Lo que empezó como una fe inocente y estructuradora, se transformaría con los años en la excusa perfecta para moldear una misión salida de las profundidades de una mente perturbada. Glenn dejó de ser simplemente el hermano mayor. Se convirtió en el líder de una verdad nueva, de una revelación personal… y peligrosa.
Glenn nunca dejó espacio para las dudas. Desde que eran niños, su voz marcaba el ritmo, y su sombra alargada envolvía todos los rincones por donde Justin pisaba. “Yo soy el número uno y tú el número dos”, le repetía con esa media sonrisa de quien está convencido de su superioridad, sin necesidad de levantar el tono. Y Justin, aún cuando no entendía del todo el alcance de esa frase, sentía que su vida giraba en torno a una única tarea: ganarse la aprobación de su hermano.
A Glenn no le bastaba con liderar. Necesitaba seguidores devotos, admiradores que reforzaran su papel de elegido. Y qué mejor primer discípulo que su hermano menor. Cada logro de Justin tenía que encajar dentro del molde que Glenn le dejaba; cada objetivo alcanzado debía tener el sello de validación del mayor. Era una relación en la que no cabía el equilibrio, donde el afecto siempre iba ligado a la sumisión.
La competitividad entre ellos no era abierta, pero crecía como una grieta silenciosa. Glenn la alimentaba estratégicamente, con comentarios ambiguos, con elogios que siempre llevaban una dosis de veneno. Justin estudiaba lo que Glenn estudiaba, imitaba su manera de hablar, su forma de caminar, incluso su manera de reír. Si Glenn tomaba una decisión espiritual, Justin la seguía como ley sagrada. Pero el reflejo nunca alcanzaba al original, y eso parecía desesperarlo en lo más profundo.
Lo que en otra familia hubiera sido una rivalidad pasajera entre hermanos, en los Helzer se volvió una maquinaria emocional perversa. Porque Glenn no quería un hermano a su altura: quería un devoto incondicional. Y Justin, con sus inseguridades sepultadas bajo capas de necesidad y abnegación, cumplía ese rol a la perfección.
Con los años, el vínculo pasó de ser una influencia fraternal a una dominación absoluta. Glenn moldeaba no solo la conducta de Justin, sino también su visión del mundo, de la fe… y del destino. La semilla del delirio ya estaba plantada. Y pronto, sus raíces iban a extenderse más allá de las paredes de su hogar. El mundo conocería el verdadero significado de ser “el número uno” en la mente de Glenn Helzer.
La religión mormona fue un pilar esencial en la formación de los hermanos Helzer, influyendo directamente en su carácter y en el rumbo de sus vidas. Tras su graduación escolar, ambos cumplieron el mandato eclesiástico de servir dos años como misioneros: Glenn partió a Brasil y Justin a Texas. Esta experiencia, diseñada para reforzar la fe, la disciplina y el sentido de propósito, marcó profundamente el crecimiento personal de cada uno de ellos.
Al regresar a California, sus caminos se diversificaron: Glenn, con su carisma y visión ambiciosa, se convirtió en bróker de Bolsa en San Francisco; el retraído Justin buscó estabilidad trabajando como instalador de cable. Estos destinos laborales reflejan, por un lado, la vocación de liderazgo y manipulación de Glenn, y por otro, la constante búsqueda de aprobación y pertenencia de Justin.
En el trasfondo, esos años de práctica religiosa—inmersos en la doctrina mormona, lejos del entorno familiar—no solo consolidaron los papeles de poder y sumisión entre ambos hermanos, sino que también sembraron la semilla de una misión personal de “salvación” y trascendencia que, distorsionada por la paranoia y el delirio mesiánico de Glenn, terminaría por definir su trágica historia.
Glenn formó una familia junto a Ann, con quien se casó en 1993 y tuvo dos hijas, representando en ese momento el ideal tradicional que la religión mormona proponía. Sin embargo, tres años después, Glenn decidió “ampliar su vida fuera de la iglesia”, en palabras de su exesposa. Rompió con los límites marcados por el credo: quería experimentar la “vida normal”, es decir, beber, fumar, consumir drogas y mantener relaciones con otras mujeres, acciones que la Iglesia consideraba pecaminosas y que finalmente llevaron a su excomunión.
Este viraje marcó un punto de inflexión en la personalidad de Glenn. Lo que en otros podía ser una simple rebeldía adulta, en él era la reafirmación egoísta de su deseo de controlar su vida —y la de los demás— a cualquier precio, incluso a costa de su propio matrimonio y de su papel de padre. Según relató Ann, detrás de esa búsqueda de libertad se escondía también un vacío que ni la religión ni la vida familiar parecían poder llenar.
La presión de querer vivir experiencias vedadas, sumada a la sed de reconocimiento y poder, desgarró la última ilusión de estabilidad que mantenía la familia Helzer antes de precipitarse al abismo.
Glenn Helzer, tras ser excomulgado de la iglesia mormona debido a su deseo de vivir fuera de sus estrictos límites —bebiendo, fumando, drogándose y manteniendo relaciones extramatrimoniales—, comenzó a actuar de manera errática y a proclamarse profeta al servicio de los mensajes de Dios. Esta actitud, que le enfrentó con su familia y llevó a frecuentes discusiones sobre conceptos como el bien y el mal, reflejaba para él que la religión tradicional era un “sistema de creencias primitivo” que él superaba.
Solo su hermano Justin creía firmemente en él. El nombre “Hijos del Trueno” surgió tras asistir ambos a una “cena de misterio” organizada por la congregación mormona Walnut Creek el 30 de mayo de 1999, donde conocieron a una mujer llamada Dawn Godman. Desde ese momento, Justin y Dawn comenzaron a salir y se dejaron llevar por las ideas delirantes de Glenn, quien convencido de ser un profeta, buscaba preparar el mundo para la segunda venida de Cristo y tomar el control de la iglesia mormona, incluyendo planes extremos como asesinar a sus líderes si fuera necesario.
Este grupo sectario impulsado por Glenn envolvió a sus seguidores en una red de crimen y fanatismo donde se cometieron múltiples crímenes atroces con la intención de cumplir supuestas profecías divinas.
Glenn Helzer planeaba apoderarse de la Iglesia mormona, asesinando a sus líderes si fuera necesario, para crear un estado de “paz y alegría” que pretendía derrotar a Satanás. Este objetivo se materializó en un grupo tipo autoayuda llamado Impact America, pero para llevarlo a cabo necesitaban financiación.
Glenn y sus cómplices extorsionaron a antiguos clientes, lograron dinero mediante cheques fraudulentos y cometieron asesinatos para eliminar a testigos y proteger sus operaciones. La violencia acompañó sus métodos para asegurar la financiación y el control de su movimiento sectario, los “Hijos del Trueno”.
Así, la búsqueda de poder espiritual y temporal de Glenn Helzer se combinó con un entramado criminal sangriento que sustentó sus delirios mesiánicos y su dominio sectario.
Glenn diseñó un plan criminal para financiar y fortalecer su control sobre la iglesia mormona mediante la creación de una filial llamada Intimacy. Esta organización operaba como una fachada para una red de actividades ilícitas muy graves: tráfico de drogas, proxenetismo, venta de mujeres a empresarios ricos, y la trata de niñas que luego eran usadas para seducir a pederastas casados, a quienes chantajeaban para obtener dinero. También se menciona que adoptaban menores desde Brasil, con el propósito de entrenarlos como sicarios para proteger sus operaciones y avanzar en su misión criminal y sectaria.
Todo este entramado tenía el fin de financiar el grupo sectario “Hijos del Trueno” y concretar los delirios mesiánicos de Glenn, quien anhelaba apoderarse de la iglesia mormona y crear un estado de “paz y alegría” a su manera.
Dawn Godman declaró ante el tribunal que Glenn Helzer creía que al ejecutar su plan criminal, estaba cumpliendo una profecía del Libro de Mormón, lo que justificaba sus actos en su mente mesiánica. Para financiar sus delirios de poder y el control de la iglesia mormona, el grupo recurrió a la extorsión de un anciano rico que había sido cliente de Glenn. Este hombre confiaba lo suficiente en Glenn para permitirle entrar a su casa y, por su debilidad, no pudo resistirse a la violencia que le fue impuesta.
Al grupo de los hermanos Helzer y Dawn se unió una cuarta integrante, Selina Bishop, una joven de 22 años que se enamoró de Glenn. Glenn la utilizó como chivo expiatorio para abrir cuentas bancarias y cobrar cheques provenientes de las extorsiones. Lo que Selina ignoraba era que, una vez cumplida su función, también sería asesinada, hecho que ocurrió el 2 de agosto de 2000, cuando fue asesinada a martillazos en la casa de los Helzer.
El 30 de julio del año 2000, la fe se convirtió en una trampa mortal. Aquellos que alguna vez confiaron en Glenn Helzer por su trato amable y su imagen de joven mormón educado, descubrieron —aunque fuera en sus últimos instantes— que tras esa sonrisa había algo profundamente roto… y peligrosamente convencido.
Ivan y Annette Stineman eran un matrimonio mayor, de rostros bondadosos, gente de hábitos tranquilos y vidas grises, como tantas otras en California. Habían sido clientes de Glenn en sus años como bróker, y le consideraban alguien de fiar. Aquel domingo, cuando abrieron la puerta y encontraron a su antiguo asesor financiero acompañado de su hermano menor y una joven callada de ojos dormidos, no hubo resistencia. Glenn aún podía fingir humanidad.
Pero no venían por cortesía.
Los ancianos fueron esposados. Se les administró Rohypnol, la llamada “droga de la violación”, para mantenerlos dóciles. Una vez sedados, los llevaron a la casa de Glenn y Justin, donde improvisaron una escena que parecía sacada del infierno: un antiguo dormitorio convertido en celda, y dos almas mayores sentadas frente a una pesadilla.
La finalidad era simple y abyecta: dinero. Bajo presión, manipulados, los Stineman emitieron cheques con un valor total de 100.000 dólares, dirigidos a nombres falsos, a cuentas abiertas con documentos fraudulentos. La operación financiera fue limpia. Lo que vino después, no.
Una vez asegurado el botín, los hermanos Helzer pusieron en marcha lo que desde el principio fue la intención final: eliminar a sus benefactores. Glenn era meticuloso. Justin era obediente. Dawn era… testigo.
Durante el juicio, ella reconstruyó cada detalle:
“No podía creer lo que estaba viendo. Solo recé para que murieran pronto… para que todo terminara.”
Esa noche, Glenn y Justin golpearon brutalmente a Ivan y Annette. Los degollaron con precisión quirúrgica, como si la muerte fuera apenas un paso más en su plan sagrado. Dawn, todavía en el rincón, no gritó. No corrió. Solo observa, en silencio, paralizada por una mezcla de horror y fanatismo.
Al día siguiente, a plena luz, usando una sierra eléctrica, los hermanos descuartizaron los cuerpos, separando extremidades, cortando torsos, metiendo cada parte en bolsas de basura negras. Antes de retirarlas, se tomaron un momento para orar.
Agradecieron el sacrificio. Creían que era necesario. Que servía a una causa mayor.
Porque para los Hijos del Trueno, el crimen no era crimen, sino sacrificio. El asesinato, obediencia. Y el desmembramiento… un gesto ceremonial frente a un dios que nadie más veía.
Dawn fue quien tuvo que dar la cara en el banco: joven, seria, sin levantar la voz. Se presentó diciendo que los cheques estaban destinados a cubrir una supuesta operación a corazón abierto de Selina Bishop, la muchacha que hacía poco orbitaba en torno a Glenn como si de un príncipe azul se tratara. La historia sonaba conmovedora, imposible de rechazar: abuelos generosos ayudando a una joven a sobrevivir.
Los trabajadores del banco, sin nada que sospechar, aceptaron el depósito con naturalidad. Nadie se detuvo a pensar en la mirada tensa de Dawn ni en la improvisación de los detalles. El dinero entró limpio. El sistema funcionaba. Hasta que falló la pieza más inesperada: Selina.
Ella, que había sido enamorada, manipulada y finalmente utilizada como títere en la estafa bancaria, comenzó a intuir que algo no encajaba. La presión, la doble vida de Glenn y la incertidumbre sobre el origen del dinero, la empujaron a considerar un paso fatal para ella: acudir a la policía.
Glenn, al enterarse de la amenaza, no dudó. No podía permitirse testigos. Y menos aún alguien desde dentro del círculo. Para él, Selina había dejado de ser la candorosa chica de 22 años y se había convertido en un riesgo. Y los riesgos no cabían en su profecía.
La noche del 2 de agosto del año 2000, en la casa de los Helzer, Selina Bishop fue asesinada a martillazos. La violencia fue seca, brutal, sin espacio para dudas. Justin y Dawn estaban presentes. La mujer, que después narraría entre lágrimas cómo fue testigo, no evitó el crimen: solo bajó la cabeza, rezó de nuevo y dejó que la sangre pintara las paredes de la farsa.
Glenn lo justificó con toda la frialdad de sus delirios: un sacrificio necesario, una vida ofrendada al plan mayor. La muerte, a fin de cuentas, era para él solo un movimiento más dentro del tablero de la profecía que había creado y en la que Justin y Dawn lo seguían sin preguntas.
Pero con Selina no se cerraba el círculo. Su madre, Jennifer Villarin, y el compañero sentimental de esta, James Gamble, comenzaban a buscarla. Y en la lógica retorcida de los Hijos del Trueno, cualquier pregunta externa se respondía siempre del mismo modo: con más silencio, con más muerte.
La siguiente en la lista fue Jennifer Villarin, la madre de Selina, a quien Glenn conocía y que podría relacionarlo con las cuentas bancarias abiertas para la extorsión. El 4 de agosto de 2000, Glenn irrumpió en el apartamento donde dormían Jennifer y su pareja, y los asesinó a quemarropa con una pistola registrada a nombre de Justin Helzer.
Ese mismo día, la hija del matrimonio Stineman denunció la desaparición de sus padres y de su camioneta. Al día siguiente, los amigos de Selina Bishop también alertaron a las autoridades sobre su ausencia. Simultáneamente, una vecina de los hermanos Helzer fue testigo de cómo estos cargaban bolsas de lona negra en un vehículo con remolque y una moto de agua, una escena que se grabó en su memoria por lo insólita y perturbadora.
Estas señales, aparentemente dispersas, serían clave para reconstruir la cadena de crímenes de los Hijos del Trueno en los días posteriores.
Durante la noche, los hermanos Helzer y Dawn cargaron las bolsas de lona negras, pesadas con cuerpos descuartizados y atadas con cuerda, en la camioneta de los Stineman. El plan era claro: desaparecer toda evidencia arrojándola en las aguas profundas del río Sacramento. El trayecto, sin embargo, quedó registrado por las cámaras de tráfico, que captaron imágenes de la camioneta en dirección al delta—aquel registro acabaría como prueba definitiva de sus movimientos y del destino de las víctimas.
Dos días después, los investigadores localizaron el vehículo de los ancianos, abandonado. En su interior, la escena era macabra: una motosierra cubierta de sangre, un caballete manchado y, adheridas en los restos, las huellas inconfundibles de los hermanos Helzer. Las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar, y la policía estaba ya sobre la pista de los Hijos del Trueno.
A media jornada, la urgencia por borrar todo rastro llevó a Glenn a contactar con un limpiador de alfombras profesional. Quería eliminar las manchas de sangre que inundaban el hogar tras el sacrificio y desmembramiento de sus víctimas. El hombre llegó y, entre el hedor metálico y la atmósfera densa, recibió la excusa de que allí solo había refresco derramado. Kool-Aid, le dijeron, por el color rojo intenso que teñía la alfombra. Una mentira simple, casi infantil, que esperaba desviar cualquier sospecha.
Sin embargo, el limpiador no fue del todo ajeno a lo extraño del ambiente. Los investigadores, en plena búsqueda de los Stineman y tras registrar la vivienda de los Helzer, encontraron una nota del profesional en la que mencionaba a Glenn. Aquel detalle, aparentemente secundario, se transformó en una pieza crucial en el caso: una huella más del intento desesperado de cubrir un crimen que, por su violencia y torpeza, ya era imposible de ocultar.
Aquella nota del limpiador y las demás evidencias guiaron a los agentes hasta los hermanos Helzer. En las cámaras de seguridad de los alrededores y en la investigación de la camioneta de los Stineman, los rostros y huellas de Glenn y Justin aparecían una y otra vez, atando cabos sobre su implicación directa.
El 7 de agosto, varias unidades policiales registraron la casa de los Helzer. Entre los primeros hallazgos había diversas drogas, razón por la cual Glenn, Justin y Dawn fueron detenidos inicialmente por posesión de estupefacientes. Pero el registro reveló mucho más: el arma utilizada en el asesinato de Jennifer Villarin y James Gamble. Ante esta prueba decisiva, los cargos contra el trío cambiaron de inmediato; ya no se trataba solo de drogas, sino de asesinato.
La caída de los Hijos del Trueno era inevitable y, por fin, el círculo macabro trazado por los hermanos Helzer y su cómplice se cerraba con la intervención policial y la perspectiva de una condena que marcaría para siempre la crónica negra de California.
Mientras los agentes continuaban. minuciosos registros en la casa y vehículos de los Helzer, la descomposición de la verdad comenzaba a emerger en el río Mokelumne. Una tras otra, nueve bolsas negras flotaban a la deriva o quedaban atrapadas entre la vegetación, cada una conteniendo partes humanas que estremecían a quienes las encontraban.
Las autoridades, con un equipo forense dedicado, recogieron cuidadosamente cada una. Las pruebas genéticas, cruzadas con registros dentales, despejaron todas las dudas: los restos pertenecían a las cinco víctimas desaparecidas, las mismas cuyo rastro se había perdido en la oscuridad desde finales de julio y principios de agosto de 2000.
El macabro hallazgo fue la confirmación definitiva del horror perpetrado por los Hijos del Trueno y cerró un ciclo de terror que había manchado para siempre la paz del condado de Contra Costa. Cada bolsa negra era el eco silencioso de vidas arrebatadas en nombre de una profecía torcida.
Antes del inicio del juicio, Dawn Godman tomó una decisión que marcaría un antes y un después en el caso: llegó a un acuerdo con la fiscalía para testificar contra los hermanos Helzer. A cambio de su cooperación y valioso testimonio, logró evitar la pena de muerte. Finalmente, Dawn fue sentenciada a una condena de 38 años a cadena perpetua, una pena severa pero leve en comparación con la posible ejecución.
Glenn, por su parte, sorprendió a todos al declararse culpable de los crímenes que se le imputaban. En marzo de 2004, fue condenado a la pena capital por el tribunal, convirtiéndose en uno de los casos más notorios de asesinato y sectarismo de la década. Su confesión cerró un capítulo oscuro que aún hoy resuena en la memoria colectiva de California y en la estremecedora historia de los Hijos del Trueno.
Justin Helzer, el hermano menor del dúo, se declaró inocente alegando demencia, una estrategia para evitar la máxima pena. Sin embargo, el tribunal no aceptó esta defensa y lo sentenció a la pena de muerte junto a Glenn. Durante la lectura del veredicto, Justin pronunció una frase escalofriante: “Quiero morir”, aceptando así su destino fatídico.
Fuera de la sala de vistas, entre la multitud y la prensa, una voz se alzó con contundencia. La hermana de Jennifer Villarin, una de las víctimas, expresó con dureza: “Es la segunda venida de Manson, no de Cristo”, repudiando la pretendida santidad de los Helzer y condenando su criminalidad sin redención. Esta frase quedó grabada como símbolo de la tragedia, reflejando el horror y la decepción que causó aquel oscuro capítulo en la historia de California.
En abril de 2013, Justin Helzer se quitó la vida ahorcándose en prisión, consumando un acto que había intentado previamente tres años antes, cuando trató de mutilarse los ojos con un bolígrafo. Su suicidio puso fin a su sentencia de muerte, pero no a la sombra de los crímenes cometidos por los Hijos del Trueno.
Por su parte, Glenn Helzer, el profeta y líder de la secta, permanece en el corredor de la muerte del Centro Correccional Richard J. Donovan, en San Diego. A la espera de su ejecución, sigue firme en su falta de arrepentimiento, manteniendo sus delirios y rechazando cualquier remordimiento por las atrocidades que cometió. Su historia sigue siendo un oscuro recordatorio del poder destructivo del fanatismo y la manipulación.
CONCLUSIONES:
El oscuro caso de los Hijos del Trueno es un abismo donde se funden fanatismo religioso, ambición desmedida y un crimen brutal que desgarra el alma de California. Glenn Helzer, autoproclamado profeta, tejió una red de mentiras y violencia con la precisión de un arquitecto del horror, guiado por una misión que solo él entendía, una profecía retorcida que justificó la sangre derramada.
La tragedia no solo radica en la bestialidad de los asesinatos, sino en la lenta caída de tres almas atrapadas en un sueño megalómano, que sacrificarían todo en nombre de un dios perdido y una paz inexistente.
Justin, el hermano ciego y seguidor, y Dawn, la cómplice aterrorizada, cerraron el círculo de destrucción, arrastrados por el carisma oscuro de Glenn y una obediencia ciega que solo la desesperación puede explicar. La justicia tardó, pero al final el río Mokelumne reveló, bolsa tras bolsa, la verdad empañada en sangre.
Este caso no es solo un capítulo de terror, sino un aviso feroz: la verdad, por brutal que sea, siempre encuentra su camino, y no hay profecía ni fanatismo que pueda enterrar para siempre el precio de la vida arrebatada. Los Hijos del Trueno recuerdo sombrío de hasta dónde puede llevar el poder descontrolado y la locura disfrazada de santidad.
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