Russell Maurice Johnson, ‘El estrangulador de dormitorio’



Una noche cualquiera, mientras la ciudad dormía confiada tras sus puertas cerradas, un depredador acechaba en silencio. Era capaz de escalar muros y romper la paz de cualquier hogar en solo unos minutos. Nadie estaba a salvo; nadie podía imaginar que el horror podía colarse por una ventana y arrebatarlo todo en cuestión de minutos. El miedo se instaló en cada edificio, en cada pasillo, en cada susurro de la madrugada.

Así comenzó la caza de un asesino tan meticuloso como invisible, un fantasma urbano cuya verdadera identidad tardó años en salir a la luz. Cada nuevo crimen era un mensaje aterrador: el peligro podía estar en cualquier parte, y el monstruo podía ser cualquiera.

Lo que estás a punto de descubrir no es solo la crónica de una serie de crímenes, sino un descenso a lo más profundo de la oscuridad humana. Aquí, el miedo, la obsesión y la ausencia total de remordimiento se entrelazan en una historia imposible de olvidar. Prepárate: tras cada detalle, tras cada testimonio, se esconde una verdad que te perseguirá mucho después de terminar este relato.

En el corazón gris de St. Thomas, Ontario, 1947, nació Russell Maurice Johnson, un niño marcado desde su primer aliento por la sombra de una familia donde la pobreza y la enfermedad mental se entrelazaban con una devoción religiosa implacable. La vida en aquel hogar no era más que un ritual de culpa y miedo, donde la iglesia dictaba cada paso y el pecado, sobre todo el sexual, era una condena que se repetía en cada confesión semanal.


Russell y sus hermanos crecieron bajo un yugo invisible, una educación férrea que convertía el deseo en pecado y el cuerpo en un campo de batalla. La religión no era refugio, sino prisión; la fe, un látigo que azotaba la infancia y moldeaba un alma que aprendería a esconder sus demonios tras una fachada de obediencia.


Pero el silencio y la represión tienen un precio. En la oscuridad de esa infancia, algo se quebró en Russell. La mezcla tóxica de miedo, culpa y secretos enterrados fue el caldo de cultivo para un monstruo que la sociedad no supo ver venir. No era sólo un hombre marcado por su pasado, sino un asesino serial cuya historia se tejió con hilos de dolor, violencia y una búsqueda desesperada de control.

Este no es un relato de redención ni de justicia fácil. Es la crónica de cómo un niño criado en la sombra del pecado y la rigidez religiosa se transformó en un eco oscuro que resonaría en las calles y en la memoria de todos, recordándonos que a veces, los monstruos nacen donde menos se espera.

La vida de nuestro protagonista se torció definitivamente en la adolescencia, cuando a los catorce años sufrió abusos sexuales. Aquel episodio, sumado a la educación represiva y asfixiante que recibió en su hogar, marcó el inicio de una transformación oscura y progresiva. El joven Russell comenzó a mostrar signos de desviación: robaba ropa interior femenina de los tendederos de sus vecinos, acechaba a niñas y mujeres, observándolas desde la sombra de puertas y ventanas. Su obsesión por el control y la vulnerabilidad ajena se fue intensificando, y no tardó en ser detenido por varios delitos sexuales entre 1960 y 1961.

Lo que al principio era solo voyeurismo y fetichismo pronto escaló a una compulsión más peligrosa. Russell no se conformaba con mirar; necesitaba invadir, tocar, reorganizar las pertenencias de sus víctimas, sentir el poder absoluto sobre su indefensión. Varias mujeres llegaron a despertarse con él a los pies de la cama, antes de que huyera en silencio. El propio Johnson, años después, reconocería que aquellos impulsos eran incontrolables y que, de haber recibido ayuda, tal vez muchas de sus víctimas seguirían vivas.

La espiral de violencia y perversión sexual, alimentada por los traumas de su infancia y adolescencia, fue el caldo de cultivo perfecto para el nacimiento del monstruo que la prensa bautizaría como “El estrangulador del dormitorio”

Apenas hay registros claros de la juventud de Russell Johnson tras sus primeros delitos, salvo algunos retazos que dibujan una vida marcada por la soledad y la frustración. Se casó siendo aún muy joven, como si buscara en el matrimonio una redención o la promesa de una vida normal. Pronto tuvo un hijo, pero la estabilidad fue solo una ilusión fugaz. Todo se vino abajo cuando sorprendió a su esposa en brazos de otro hombre. Aquella traición fue la chispa que encendió una furia sorda y corrosiva en su interior.

Russell, incapaz de gestionar la humillación y el dolor, volcó su rabia en el alcohol y en un consumo compulsivo de pastillas para adelgazar. Su cuerpo se convirtió en un campo de batalla: pasaba horas en el gimnasio, obsesionado con la idea de transformarse, de endurecerse por fuera para no quebrarse por dentro. El espejo era su único juez, y cada músculo ganado parecía una venganza silenciosa contra el mundo y contra sí mismo.

Mientras tanto, la oscuridad que lo habitaba seguía creciendo, alimentada por la soledad, la vergüenza y la sensación de haber sido traicionado por todos los que alguna vez amó. Su vida, como su cuerpo, se endurecía cada día un poco más, preparándose para una violencia que pronto dejaría de ser solo interna.

La traición de su esposa no solo rompió el frágil equilibrio de Russell, sino que actuó como detonante de todos los traumas que había arrastrado desde la infancia. El dolor y la humillación se mezclaron con la culpa y la represión de años, dando paso a una personalidad cada vez más antisocial y peligrosa.

Comenzó a proyectar su propio sufrimiento sobre los demás. Como si al infligir dolor pudiera, de alguna manera, aliviar el suyo. La necesidad de repetir su experiencia traumática en otras personas se convirtió en una obsesión, un mecanismo retorcido para liberar sus frustraciones y reafirmar un control que sentía haber perdido para siempre.

A partir de 1969, el joven Johnson inició su particular descenso a los infiernos del crimen. Al principio, fueron ataques furtivos y violaciones —actos impulsivos, cargados de rabia y desesperación—, pero la violencia fue creciendo, volviéndose cada vez más metódica y letal. El paso al asesinato fue casi natural: un punto de no retorno en el que el dolor ajeno se convirtió en su único lenguaje, y la muerte, en la culminación de su propia catarsis.

Así, Johnson dejó de ser solo una víctima de su pasado para convertirse en el verdugo de su presente, arrastrando consigo a todos los que tuvieron la desgracia de cruzarse en su camino.

Russell logró pasar inadvertido durante años gracias a su doble vida. De día, era un trabajador más en la fábrica de automóviles Ford en Talbotville, donde sus compañeros lo describían como un hombre obsesivo con la limpieza: se lavaba las manos compulsivamente y usaba guantes para evitar el contacto directo con cualquier superficie. Esa apariencia meticulosa y reservada le ayudaba a camuflar sus verdaderas intenciones.

Por las noches, cambiaba de escenario y trabajaba como portero en varios edificios residenciales de Guelph y Londres, dos ciudades del suroeste de Ontario donde permaneció activo hasta su detención en 1977. Este empleo nocturno le permitía observar discretamente a los residentes, estudiar sus rutinas y elegir a sus víctimas sin levantar sospechas. La combinación de ambos trabajos, junto a su carácter reservado, le permitió moverse con libertad y mantener oculta su escalada criminal durante años.

Era meticuloso, casi clínico, en la preparación de cada uno de sus ataques. Su modus operandi se repetía con la precisión de un ritual oscuro: primero, seleccionaba a sus víctimas y las vigilaba durante días, estudiando sus rutinas, observando pacientemente desde la distancia. Esperaba el momento exacto, ese instante en que la ciudad caía en el letargo de la noche y las luces de los apartamentos se apagaban una a una.

Entonces, Johnson ponía en práctica una habilidad que lo haría tristemente célebre: trepaba por las fachadas de los edificios con la agilidad de un depredador nocturno. Sus largas horas en el gimnasio y su obsesión por el físico le habían dotado de una fuerza y destreza fuera de lo común, permitiéndole escalar alturas de hasta quince plantas. Nadie imaginaba que el peligro podía llegar desde el cielo, por una ventana o un balcón aparentemente inaccesibles.

Desde la oscuridad, observaba a sus víctimas dormir, acechando en silencio antes de irrumpir en sus vidas. Su capacidad para acceder a los pisos más altos y vulnerables desconcertó durante años a la policía y sumió a la comunidad en un estado de paranoia e indefensión. Nadie estaba a salvo cuando Johnson decidía que había llegado el momento de atacar.

Al principio, su presencia era apenas un susurro en la noche, una sombra furtiva al otro lado de la ventana. Ni siquiera necesitaba entrar en los dormitorios de sus víctimas; le bastaba con observarlas dormir, comprobar su absoluta indefensión, para alimentar sus fantasías más oscuras. Aquella visión de vulnerabilidad era suficiente para satisfacer, al menos momentáneamente, su creciente obsesión.

Pero la frontera entre el deseo y la acción se fue desdibujando. Pronto, el acecho desde el exterior dejó de ser suficiente. 

Russell comenzó a colarse en las habitaciones, impulsado por la necesidad de ir más allá, de sentir el poder absoluto sobre el espacio y la intimidad de sus víctimas. No buscaba solo verlas: quería tocar sus pertenencias, revolver cajones, reorganizar sus cosas como si pudiera, de alguna manera, tomar posesión de sus vidas.

En más de una ocasión, la pesadilla se hizo carne: alguna mujer despertaba en mitad de la noche y encontraba a aquel extraño, inmóvil, a los pies de su cama. Un instante de terror puro antes de que Johnson, fiel a su naturaleza escurridiza, desapareciera en la oscuridad, dejando tras de sí un rastro de miedo y una sensación de vulnerabilidad que ninguna cerradura podía ya disipar.

La perturbación que sentía por sus propias desviaciones sexuales alcanzó un punto crítico. Incapaz de controlar sus impulsos y asustado por la magnitud de sus fantasías, tomó una decisión desesperada: ingresó voluntariamente en un hospital psiquiátrico. 

Sin embargo, el tratamiento no surtió efecto. Los demonios internos eran demasiado profundos, demasiado arraigados en su historia y en su mente como para ser erradicados por unas pocas sesiones y medicamentos.

Lejos de encontrar alivio, la frustración y el fracaso terapéutico solo alimentaron su oscuridad. Fue entonces cuando inició una sádica escalada de violencia. Sus ataques se volvieron más brutales y metódicos. Dejó de conformarse con violar y dejar inconscientes a sus víctimas; ahora, la muerte era el desenlace inevitable de su ritual. La sensación de poder absoluto, de control total sobre la vida y la muerte, se convirtió en su nueva obsesión.

Los primeros cuatro asesinatos los camufló con una frialdad escalofriante: supo manipular la escena del crimen para que parecieran muertes naturales. Nadie sospechó que tras esas muertes silenciosas se escondía la mano de un depredador. Mientras la policía archivaba los casos como accidentes o fallecimientos por causas naturales, Russell perfeccionaba su método y se sumergía cada vez más en el abismo de su propia violencia.

La madrugada del 19 de octubre de 1973, la oscuridad de Guelph fue testigo de uno de los crímenes más inquietantes de Johnson. Su víctima, Mary Hicks, apenas superaba los veinte años. La asfixió con una precisión escalofriante, sin dejar una sola marca visible en el cuerpo. La muerte fue silenciosa, casi quirúrgica, como si el asesino hubiera perfeccionado el arte de matar sin levantar sospechas.

No se detuvo ahí. Con la frialdad de quien sabe exactamente lo que hace, limpió meticulosamente la habitación, borrando cualquier indicio de su presencia. Colocó el cuerpo de Mary en una posición natural, como si estuviera profundamente dormida, y apoyó la almohada suavemente sobre su rostro, un gesto calculado para reforzar la apariencia de una muerte accidental.

El engaño funcionó. Cuando la policía llegó al lugar, no encontró señales de violencia ni motivos para sospechar. El informe oficial atribuyó el fallecimiento a una posible reacción alérgica a un medicamento recetado. Nadie imaginó que, tras la aparente tranquilidad de aquella escena, se ocultaba la mano de un asesino meticuloso y paciente, capaz de burlar a la justicia con la misma destreza con la que escalaba las paredes para acechar a sus víctimas.

En los tres asesinatos que siguieron al de Mary Hicks, Russell se mantuvo fiel a su macabra rutina. Cada crimen era una coreografía precisa: trepaba por las fachadas con la destreza de un acróbata, irrumpía en el dormitorio de sus víctimas y las estrangulaba con tal habilidad que no dejaba ni una sola marca incriminatoria. La muerte llegaba en silencio, sin lucha aparente, como si la vida se hubiera extinguido por causas naturales.

Pero lo que realmente desconcertaba a la policía era su obsesión por borrar cualquier vestigio de su paso. Johnson no dudaba en hacer la cama de la víctima, acomodar las sábanas con esmero, o incluso fregar los platos que encontraba en la cocina antes de marcharse. Cada detalle era cuidadosamente manipulado para reforzar la apariencia de un deceso ordinario y despistar a los investigadores.

Su metodología no conocía límites. El control absoluto sobre la escena del crimen era su sello distintivo: no solo eliminaba pruebas, sino que reescribía la historia de la muerte, dejando tras de sí una calma engañosa. Así, se deslizaba en la noche, invisible y letal, mientras la policía seguía buscando respuestas en lugares donde nunca las encontraría.

Un mes después del asesinato de Mary Hicks, Johnson atacó de nuevo. Esta vez, la víctima fue Alice Ralston, de 42 años. El forense, incapaz de detectar signos de violencia, atribuyó su muerte a un endurecimiento de las arterias, cerrando el caso como un fallecimiento natural.

El 4 de marzo de 1974, la historia se repitió con Eleanor Hartwick, de 27 años. Johnson volvió a actuar con la misma precisión: trepó hasta el apartamento, estranguló a su víctima sin dejar marcas y preparó la escena para simular una muerte accidental. El informe oficial señaló una supuesta reacción alérgica mientras dormía, igual que en el caso de Mary Hicks.

El 9 de agosto de ese mismo año, Doris Brown, de 49 años, fue la siguiente. Russell la acechó durante días antes de irrumpir en su apartamento de Guelph. Tras matarla, limpió la escena y acomodó el cuerpo como si simplemente hubiera sucumbido a un edema pulmonar. Nadie sospechó que tras esas muertes silenciosas se escondía la mano de un asesino que convertía el crimen en un acto invisible.

A partir del siguiente asesinato, la oscura coreografía de Russell cambió de ritmo y de tono. La pulcritud meticulosa y el engaño calculado quedaron atrás, dando paso a una violencia desatada y sin máscaras. Ya no se conformaba con simular muertes naturales ni con borrar su rastro; ahora, el sadismo se convirtió en el verdadero protagonista de sus crímenes.

Las escenas que dejaba a su paso eran un reflejo de su creciente brutalidad: ataba de pies y manos a sus víctimas, las golpeaba con furia y las acuchillaba sin piedad. El horror no terminaba con la muerte. Johnson, sumido en una espiral de perversión, llegó a practicar la necrofilia con los cuerpos inertes, como si buscara en la humillación final una forma de reafirmar su dominio absoluto sobre la vida y la muerte.

Fue entonces cuando las autoridades, por fin, comprendieron que no estaban ante una serie de tragedias aisladas, sino frente a un asesino en serie peligroso y despiadado. Las muertes ya no podían disfrazarse de accidentes ni de enfermedades repentinas. La brutalidad de los nuevos crímenes dejó claro que la ciudad tenía un monstruo suelto, uno que había evolucionado del sigilo al sadismo, y que no pensaba detenerse.

El último día de 1974, la ciudad se preparaba para celebrar el año nuevo, ajena al horror que se gestaba tras las paredes de un apartamento aparentemente seguro. Diane Beitz, de 26 años, fue hallada muerta por su prometido en una escena tan perturbadora como desconcertante: yacía en la cama, vestida solo con un camisón, los brazos atados a la espalda con un par de medias y el rostro sereno, como si el sueño la hubiera sorprendido en mitad de la tarde.

Pero la realidad era mucho más oscura. Diane había sido estrangulada con su propio sujetador y violada después de la muerte, víctima de la creciente brutalidad de Johnson. La autopsia determinó que la muerte se produjo alrededor de las dos de la tarde, una hora insólita para un crimen de tal violencia. No había señales de lucha, ni puertas o ventanas forzadas; ningún vecino escuchó gritos ni ruidos extraños. La pulcritud de la escena y la ausencia de pruebas físicas desconcertaron a los investigadores.

La única pista que pudo arrojar algo de luz sobre el caso fueron las declaraciones de dos testigos, quienes aseguraron haber visto un coche marrón detenido al ralentí en las inmediaciones del edificio a la hora del crimen.

Un detalle aparentemente trivial, pero que, en el contexto de la impunidad y el sigilo con que actuaba el asesino, se convirtió en el primer hilo del que la policía podría tirar para intentar descifrar el misterio que envolvía a la ciudad.

A lo largo de tres años, la investigación se convirtió en una carrera contrarreloj sin avances. Los detectives interrogaron a más de 200 personas y ofrecieron una recompensa de 5.000 dólares por cualquier pista que condujera al sospechoso. Sin embargo, todos los esfuerzos resultaron infructuosos: ninguna de las declaraciones, ni siquiera la pista del coche marrón, permitió identificar al asesino. El caso quedó estancado, sumido en la incertidumbre, hasta finales de 1977, cuando finalmente surgirían los elementos clave que permitirían desenmascarar al “estrangulador del dormitorio”.

El asesinato de Louella Jeanne George, de 22 años, en abril de 1977, supuso un punto de inflexión en la investigación. Al comparar los detalles del caso con la muerte de Diane Beitz, los detectives encontraron patrones claros: ambas mujeres habían sido estranguladas en sus dormitorios, atadas y sometidas a violencia post mortem, todo ello con una meticulosidad perturbadora.

Estas similitudes no pasaron desapercibidas para la prensa, que pronto acuñó el apodo de “el estrangulador del dormitorio” para referirse al autor de los crímenes. El modus operandi tan característico y la escalofriante intimidad con la que actuaba el asesino lograron captar la atención tanto de los medios como de la opinión pública, marcando el inicio de una caza a contrarreloj para detenerlo.

Poco después, el ciclo de violencia de Russell alcanzó su último capítulo con el asesinato de Donna Veldboom, de 22 años. Aunque el crimen presentaba similitudes con los anteriores, Johnson introdujo una perturbadora variación en su ritual: apuñaló a la joven en el pecho, luego la bañó y finalmente la acomodó sobre la cama, cuidando cada detalle de la escena.

La investigación dio un giro decisivo cuando la policía revisó los registros de inquilinos con antecedentes de delitos sexuales en los edificios implicados. Así, el nombre de Russell Johnson salió a la luz: no solo había sido vecino de Louella, sino que una exnovia suya también había vivido en el mismo bloque que Diane Beitz. Este hallazgo permitió a los investigadores establecer una conexión directa entre Johnson y las víctimas, acercándose finalmente al desenlace del caso del “estrangulador del dormitorio”.

El 28 de julio, la policía finalmente detuvo a 

Johnson. Durante el interrogatorio, lejos de guardar silencio, habló sin cesar. Admitió sentir un impulso incontrolable de matar y confesó abiertamente su responsabilidad en siete asesinatos: los tres más recientes y otros cuatro que, hasta entonces, habían sido archivados como muertes naturales.

La magnitud de sus crímenes no terminó ahí. Otras tres mujeres, que lograron sobrevivir a sus ataques, lo identificaron sin dudar como su agresor. Ante los agentes, Johnson intentó justificar sus actos con una declaración que reflejaba tanto remordimiento como desesperanza: “Ojalá hubiera podido conseguir ayuda hace años. Esa gente estaría viva hoy”.

Su confesión y las identificaciones de las víctimas supervivientes pusieron fin a la larga y aterradora carrera del “estrangulador del dormitorio”, cerrando uno de los capítulos más oscuros en la historia criminal de Ontario.

El proceso judicial contra Russell alcanzó su punto culminante a comienzos de 1978, cuando fue imputado por los asesinatos en primer grado de Diane Beitz, Louella Jeanne George y Donna Veldboom. Durante las audiencias, expresó lo que parecía ser un sincero remordimiento, diciendo ante el tribunal: “Ha habido tantas y tantas cosas terribles, que yo no estoy preocupado por mí. Me preocupa el sufrimiento que he traído a esas familias y a esas chicas”.

Sin embargo, pese a estas palabras, Johnson se declaró inocente de los cargos. Esta contradicción sorprendió y desconcertó tanto a los familiares de las víctimas como a todos los presentes en la sala, y dio paso a un proceso judicial en el que la búsqueda de justicia se convirtió en el centro de atención para toda la opinión pública.

Por otro lado, la defensa centró su estrategia en el historial psiquiátrico del acusado para intentar eximirlo de toda responsabilidad penal. Los informes de los especialistas señalaron que padecía un trastorno de personalidad narcisista, además de presentar rasgos de sadismo sexual, necrofilia, fetichismo y voyerismo.

Con base en estos diagnósticos, los abogados argumentaron que su cliente actuó bajo razones de demencia y carecía de la capacidad para comprender la gravedad de sus actos, solicitando así su inimputabilidad. El tribunal aceptó estos argumentos: el juez declaró a Johnson no culpable por razón de enfermedad mental y ordenó su internamiento en la institución psiquiátrica de máxima seguridad de Oak Ridge, en Penetanguishine, donde permanecería bajo estricta vigilancia.

Desde su ingreso en la institución psiquiátrica de máxima seguridad, Johnson ha mantenido un comportamiento ejemplar: se ha dedicado a labores de carpintería, practica deportes y ha llegado a convertirse en una figura de referencia para otros internos. En 2005, accedió voluntariamente a la castración química, un tratamiento reversible con el fármaco Lupron que reduce drásticamente los niveles de testosterona y, en consecuencia, el deseo sexual. A pesar de estas medidas y de su aparente adaptación al régimen institucional, los especialistas insisten en que Johnson es “incurable” y sigue representando un riesgo significativo para la sociedad.

A lo largo de los últimos años, ha intentado en repetidas ocasiones conseguir su traslado a una institución de seguridad media, como el Centro de Salud Mental de Brockville. No obstante, cada una de sus solicitudes ha sido rechazada debido a la preocupación por la seguridad de las pacientes femeninas. “El problema es que hay pacientes mujeres y representa un riesgo para ellas”.

Las autoridades judiciales han sido firmes en su postura. El Tribunal de Apelaciones de Ontario, basándose en múltiples evaluaciones psiquiátricas, ha subrayado el peligro que Johnson aún representa: “El Señor Johnson sigue representando una amenaza significativa para la seguridad pública”, señala el tribunal. Los expertos coinciden: “No expresa ningún remordimiento, no acepta responsabilidad por sus acciones y sigue siendo una amenaza, incluso en sus últimos años”.


CONCLUSIONES:

Imagina el silencio absoluto de una casa en plena madrugada, interrumpido solo por el eco de un crimen que jamás debió suceder. En ese instante, el tiempo se detiene: una vida se apaga y, con ella, se apagan también los sueños, las risas, los abrazos que nunca volverán. ¿Cómo se mide el vacío que deja un monstruo como Russell Johnson? ¿Cómo se cuenta el dolor de una madre que ya no oye el timbre de su hija, de un hermano que se queda esperando una llamada que nunca llegará?

Hay heridas que no cierran, cicatrices que arden cada vez que se pronuncia el nombre del asesino. No es solo la brutalidad de los actos, sino la sombra que proyectan sobre todos nosotros: la certeza de que el mal puede entrar en cualquier hogar, de que la oscuridad puede tener rostro conocido y voz amable. El miedo no termina con la condena; se instala en la memoria, en la mirada de quienes han perdido todo y en el temblor de quienes aún temen perderlo.

En cada petición de libertad, en cada intento de olvido, las víctimas vuelven a morir un poco más. Porque la justicia no resucita, no devuelve lo que fue arrancado con violencia. Solo queda el deber de recordar, de mirar de frente ese abismo y jurar que no permitiremos que el horror se repita. No por venganza, sino por amor: amor a quienes ya no están, amor a quienes aún tenemos y, sobre todo, amor a la vida que merece ser vivida sin miedo.

Que nunca se apague la memoria, porque olvidar sería el crimen más imperdonable de todos: el que permite que el sufrimiento de las víctimas se diluya en el olvido y que el mal encuentre nuevamente un espacio para crecer.

 


ENLACES:

YouTube

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FUENTES:

https://en.wikipedia.org/wiki/Russell_Maurice_Johnson

https://murderpedia.org/male.J/j/johnson-russell.htm

https://www.lavanguardia.com/sucesos/20211015/7790711/russell-johnson-estrangulador-dormitorio-asesinaba-victimas-spiderman-asesino-serie-caras-mal.amp.html









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