Peter Dupas, el destripador de Melbourne
En las calles tranquilas de Melbourne se escondía un monstruo. Durante tres décadas, Peter Dupas engañó a jueces, médicos y vecinos con la máscara de un hombre dócil, mientras en secreto alimentaba fantasías sádicas inconfesables. Su rastro de violencia comenzó con violaciones brutales y terminó con una serie de asesinatos que estremecieron a toda Australia, cada uno marcado por una misma firma macabra: la mutilación ritual de sus víctimas.
Lo llamaron el “destripador de Melbourne”, un depredador que parecía irreformable, condenado desde temprano por especialistas que nadie escuchó. Cada liberación era una sentencia de muerte para sus futuras víctimas.
Y cuando finalmente cayó, la ciudad descubrió con horror que aquel vecino silencioso llevaba años viviendo entre ellos, acumulando un legado de sangre y miedo.
Esta es la historia del hombre que convirtió a Melbourne en su campo de caza y dejó cicatrices que todavía hoy arden en la memoria colectiva de Australia.
Nadie lo habría sospechado. Ni los vecinos de la tranquila Melbourne de los años sesenta, ni los maestros que lo veían llegar a clase con la camisa perfectamente planchada, ni siquiera sus propios padres, que lo criaron como una joya tardía en una familia demasiado entrada en años. Peter Norris Dupas vino al mundo el 6 de julio de 1953 en la soleada Sídney, pero se forjó en las calles de Melbourne, el mismo lugar que más tarde temblaría al escuchar su nombre.
Su infancia, parecía un ejemplo de normalidad: no hubo golpes, ni abandono, ni esos traumas tempranos con las que solemos explicar monstruos futuros. Al contrario, los Dupas lo trataban como si fuese un tesoro, el hijo inesperado de unos padres y hermanos ya mayores que parecían haber volcado en él la última oleada de ternura familiar. Peter era el niño de los algodones, el pequeño emperador de una casa donde nada le faltaba.
Era, en apariencia, un comienzo común para una vida que terminaría marcada por lo siniestro. Porque lo inquietante en la historia de Dupas no es lo que sufrió, sino lo que decidió hacer con la libertad, el cariño y la comodidad que se le entregaron.
Nadie lo sabía aún, pero aquel niño protegido estaba destinado a convertirse en uno de los asesinos seriales más aterradores de Australia.
El primer estallido de violencia llegó demasiado pronto, cuando apenas tenía quince años. Era octubre de 1968 y Peter ya no era solo el muchacho consentido de Melbourne: de improviso, su nombre quedó ligado al primero de una cadena de episodios que la ciudad jamás olvidaría.
Todo comenzó en un escenario cotidiano, casi inofensivo. Fue a visitar a su vecina, como podría haberlo hecho cualquier adolescente. Pero de repente, algo dentro de él se torció. Sin previo aviso, tomó un cuchillo de la cocina como si hubiese estado esperando ese instante toda su vida. Sus golpes fueron directos, salvajes, dirigidos al rostro, al cuello, a las manos de la mujer, un ataque que parecía más un estallido de odio ciego que un intento racional de matar.
La vecina, contra toda probabilidad, logró repeler la agresión. Sangrando, aterrada, consiguió frenarlo lo suficiente para que aquel episodio quedara registrado solo como un “ataque” y no como un homicidio consumado. Aun así, había quedado inaugurada la carrera sanguinaria de Dupas.
Cuando fue arrestado, nadie recibió una respuesta clara. El muchacho no supo –o no quiso– dar una explicación. No había insultos, no había una disputa previa, nada que justificara la violencia súbita. El tribunal lo condenó a dieciocho meses de libertad condicional y lo envió al Hospital Psiquiátrico Larundel para una evaluación que prometía respuestas.
Pero esas respuestas nunca llegaron. En apenas dos semanas fue dado de alta y, como si nada, reincorporado a la vida cotidiana. Paciente externo, adolescente libre, aparentemente rehabilitado. Una peligrosa ilusión: el monstruo recién había mostrado los dientes y el mundo todavía no entendía qué estaba naciendo.
Pero el silencio nunca es señal de calma.
Al año siguiente, un episodio tan macabro como incomprensible volvió a estremecer a Melbourne, aunque en aquel entonces nadie logró atar los cabos. En plena madrugada, alguien irrumpió en la morgue del Hospital de Austin y desató allí una escena que parecía salida de una pesadilla.
Los cuerpos de dos ancianas, ya sin vida, fueron brutalmente mutilados. El intruso se ensañó con la carne inerte como si buscara dejar un mensaje que, por entonces, nadie supo descifrar. No fue un simple allanamiento: fue un acto de violencia quirúrgica, fría y profundamente perturbadora.
La policía investigó, levantó informes, lanzó hipótesis… pero ningún nombre apareció como sospechoso sólido. El caso quedó archivado como un misterio más en los anales de la morgue. Fue solo años después, cuando los crímenes atroces de Peter Dupas salieron a la luz, que aquella escena macabra de 1969 cobró un nuevo significado.
Las heridas en los cuerpos, las marcas de aquel atentado póstumo contra la dignidad humana, resultaron ser idénticas a las que presentarían, mucho tiempo después, las víctimas mismo hombre. Ese adolescente que ya había mostrado su filo con un cuchillo de cocina parecía haber encontrado, en secreto, un escenario aún más escalofriante para dar rienda suelta a su compulsión.
El monstruo practicaba en las sombras. Y Australia, todavía inocente, aún no sabía lo que se avecinaba.
Sin embargo, los antecedentes de aquel joven no tardaron en acumularse como piezas de un rompecabezas siniestro. Entre 1968 y 1974, la sombra de Dupas ya había dejado suficientes huellas como para que cualquiera con buen ojo viera lo que se avecinaba. Y uno lo vio.
El detective Ian Armstrong, un policía con olfato curtido en los pasillos más turbios de Melbourne, lo tuvo sentado frente a frente en noviembre de 1973 después de otro presunto asalto sexual. Armstrong no necesitó mucho tiempo para captar lo que otros pasaban por alto: aquel no era un simple muchacho descarriado.
“Para mí, este tipo estaba hecho de pura maldad”, diría años después. Nada de impulsos descontrolados, nada de arrebatos repentinos. Lo que había visto en Dupas era cálculo, estrategia y una absoluta ausencia de arrepentimiento. Era un depredador que planeaba, ejecutaba y seguía adelante con la ligereza de quien no distingue entre un ser humano y una presa.
El pensamiento le vino entonces con la nitidez de una profecía oscura: “Este hombre podría llegar hasta el final”.
Y con “el final” no se refería a otra cosa que a la frontera última: la muerte.
Armstrong tenía razón. Peter estaba destinado a cruzar ese límite, y cuando lo hiciera, ya nada volvería a ser igual.
A simple vista, ante un juez o un agente de policía, Peter Dupas podía parecer frágil, casi sumiso; un hombre de voz baja, obediente, incapaz de levantar sospechas más allá de los papeles oficiales que llevaba a cuestas. Pero esa apariencia era solo un disfraz. Cuando nadie lo observaba, cuando se sabía libre de miradas, su verdadera naturaleza emergía: la de un depredador paciente, un cazador sexual siempre al acecho de una nueva presa.
Esa doble vida lo convirtió en un peligro invisible a lo largo de toda una década. Entre julio de 1974 y febrero de 1985, su nombre se repitió una y otra vez en los tribunales. La primera gran condena llegó después de irrumpir en la casa de una mujer, a quien agredió y violó sin importarle que en la habitación de al lado llorara un bebé. El juez le impuso nueve años de prisión. Parecía una sentencia ejemplar… hasta que dejó de serlo.
Porque apenas recuperó la libertad, en lugar de reinsertarse, volvió a atacar. Dos meses después estaba otra vez en la calle, y con la misma brutalidad, perpetró cuatro nuevos asaltos. El sistema judicial respondió con otra condena, esta vez de cinco años, como si la prisión funcionara como simple pausa entre una oleada de violencia y la siguiente.
Cada detención, cada liberación, no hacía más que reforzar una realidad inquietante: Peter Dupas se alimentaba del descuido y de las segundas oportunidades. Era un depredador que siempre volvía. Y lo peor estaba por venir.
La primera condena de Dupas dejó claro que no se trataba de un delincuente común. El propio juez, al dictar sentencia, no se mordió la lengua: lo que había hecho aquel joven era, en sus palabras, “una de las peores violaciones que se podrían imaginar”. Ató a la víctima, la redujo a un objeto bajo su control y llegó a amenazar con hacer daño a su bebé si ella se resistía. Un cuadro de terror absoluto, cuidadosamente diseñado para quebrar toda voluntad.
Y, sin embargo, ni siquiera aquel brutal retrato de crueldad logró mantenerlo apartado para siempre. En la segunda condena, tras sus nuevos ataques, las voces expertas fueron aún más claras. El psiquiatra Dr. Allen Bartolomé, quien lo analizó en prisión, dejó escrito un diagnóstico que era prácticamente una advertencia de catástrofe: Dupas era “potencialmente peligroso”, cargaba con “un problema psicosexual grave” y lo más alarmante: su negación constante de los delitos dificultaba “enormemente el tratamiento”.
El mensaje estaba ahí, en los tribunales y en los informes clínicos: un hombre que no admitía responsabilidad, que no mostraba remordimiento y que saldría de prisión igual —o peor— de lo que había entrado.
Lo cierto es que la sociedad había sido advertida… y aun así, Australia pronto comprobaría que el monstruo no estaba domesticado.
En 1980, el expediente de Peter Dupas sumó un nuevo capítulo que parecía más una sentencia anticipada que un simple informe técnico. El documento era lapidario:
“Hay poco que se pueda decir a favor de Dupas. Sigue siendo un hombre extremadamente perturbado, inmaduro y peligroso. Su puesta en libertad condicional fue un error”.
El veredicto de los expertos era claro, casi profético.Peter Dupas no era un interno en proceso de rehabilitación, sino un depredador en cuarentena. Y, pese a ello, la junta penitenciaria decidió ignorar las advertencias. Le concedieron permisos, pequeñas dosis de libertad, como si quisieran probar al destino… o tentarlo.
Fue durante el último de esos permisos, antes de su liberación oficial, cuando la oscuridad se desbordó. Ese día, fuera de los muros de la prisión, se consumó lo que muchos consideran su primer asesinato. Nunca lo confesó. Nunca se hallaron pruebas sólidas que lo incriminaran. El caso quedó abierto, en suspenso, como una sombra que acompaña todavía hoy su leyenda criminal.
Lo perturbador es que todo estaba escrito de antemano. Los informes lo gritaban, los jueces y psiquiatras lo habían advertido: estaba destinado a matar. Y aun así, Peter Norris Dupas salió a la calle.
El monstruo estaba suelto.
El 13 de febrero de 1985 marcó el inicio de la pesadilla definitiva.
Ese día, la playa de Rye se convirtió en un escenario de horror cuando el cuerpo de Helen McMahon, de 47 años, fue hallado desnudo y mutilado. Antes de asesinarla, el atacante la había violado y, como firma cruel, le había cercenado los senos. Un acto tan despiadado como ritual, que dejaba claro que no se trataba de una explosión momentánea de violencia, sino de un patrón.
Un mes después, la historia se repitió. Ya en libertad condicional, Peter Dupas eligió otra playa cercana, en Blairgowrie, para acechar a una joven de 21 años. La atacó sexualmente, convencido de que volvería a escurrirse como siempre lo había hecho. Pero aquella vez la víctima sobrevivió. Y lo más importante: fue capaz de identificarlo.
La detención llegó rápido. En comisaría, Dupas mantuvo la fachada dócil que ya era costumbre: cabizbajo, obediente, casi arrepentido. Se defendió con frases que sonaban más a excusa que a confesión:
“Siento lo que ha pasado. Todo el mundo me decía que ya estaba bien. Nunca pensé que volvería a pasar. Sólo quería llevar una vida normal”.
Sus palabras parecían un intento torpe de convencerse a sí mismo, pero para la policía no eran más que una máscara. El depredador había sido desenmascarado. Y sin embargo, lo peor aún no había llegado.
El tribunal no tuvo dudas: debía volver entre rejas. La nueva condena ascendió a doce años de prisión, y esta vez su destino sería la cárcel de Pentridge, en Melbourne, un lugar con reputación de hierro para criminales irredimibles. Para cualquiera más, aquello significaría el final de cualquier pretensión de vida social, afectiva o íntima. Pero Peter Dupas siempre encontraba la manera de torcer las reglas de la realidad.
Dentro de la prisión conoció a Grace McConnell, una de las enfermeras del penal.
Ella lo veía como un interno obediente, aparentemente frágil, alguien que buscaba comprensión y cariño en medio de un mundo hostil. Lo que para los especialistas era un manipulador con un “problema psicosexual severo”, para Grace fue un hombre necesitado de afecto.
El romance creció entre ellos hasta materializarse en un hecho insólito: en 1987, la pareja contrajo matrimonio dentro del recinto penitenciario de Castlemaine Gaol. El asesino en potencia, el violador reincidente, el hombre que todas las evaluaciones pintaban como irredimible, aparecía ahora vestido de novio, pronunciando votos y prometiendo amor eterno bajo los muros de una prisión.
Un retrato casi grotesco de la contradicción que Dupas encarnaba: para el sistema judicial era un monstruo enjaulado; para quienes sucumbían a su apariencia dócil, un hombre “reformable”.
La ilusión de normalidad seguía viva. Y también su sed de violencia.
Para Grace McConnell, dieciséis años mayor que su marido, el matrimonio con Peter no fue exactamente una historia de amor. Ella misma lo explicaría después: no lo aceptó “por pasión”, sino por un sentido de responsabilidad, convencida de que podía convertir a aquel hombre perturbado en un miembro útil de la comunidad. Lo suyo, aseguraba, no era romance, sino caridad disfrazada de compromiso.
La relación tenía más de maternidad que de pareja. Grace se veía a sí misma como la cuidadora de un muchacho problemático al que había que guiar, más que como la esposa de un hombre al que entregarse. Apenas existía intimidad; se trataba de una convivencia aséptica, casi administrativa, con tintes de “madre e hijo” más que de marido y mujer.
El matrimonio, inevitablemente, se fue resquebrajando. A mediados de los años noventa, la unión se disolvió sin escándalos, sin titulares, sin sangre, al menos entre ellos. Grace se marchó convencida de que había estado junto a un hombre difícil, desorientado, quizá enfermo… pero nunca supo del todo la magnitud del monstruo que escondía.
Cuando finalmente el infierno salió a la luz, ella descubriría, como todos, que el supuesto “niño perdido” que había intentado guiar nunca había estado en busca de redención. Estaba, desde el principio, entregado al abismo.
En 1992, tras siete años entre rejas, Peter volvió a pisar la calle. No llevaba consigo el más mínimo propósito de reinserción. Ninguna voluntad de redención. Al contrario: lo que lo movía era la obsesión intacta por dar vida a sus fantasías más sádicas.
Si hasta entonces su violencia había parecido errática, ahora adoptaba una forma reconocible, casi ritual. Su modus operandi se repetiría con una frialdad escalofriante: cubierto con una capucha, siempre con un cuchillo a mano, además de esposas y cinta adhesiva, elegía el momento exacto para sorprender a sus víctimas por detrás.
El ataque comenzaba con un golpe certero que las dejaba aturdidas. Después venían la mordaza, las ataduras, la reducción total al silencio y al miedo. El patrón seguía inmutable: la violación brutal como eje de sus fantasías y, solo en algunos casos, el paso definitivo hacia un crimen mayor. Porque Dupas no siempre mataba, pero cuando lo hacía, parecía entregarse a un ritual íntimo, frío y despiadado.
Cada ataque era una repetición del anterior, como si siguiera un guion macabro escrito en su mente desde hacía años. Era ya un cazador en serie, acechando a Melbourne desde la penumbra, y la ciudad pronto iba a descubrirlo con todo su horror.
Entre 1994 y 1996, la espiral de violencia volvió a atraparlo: otro asalto sexual, otro juicio, otro regreso a la cárcel. Nada nuevo para Peter Dupas, salvo un detalle cada vez más inquietante: cada entrada y salida del sistema penal lo dejaba más curtido, más calculador, más decidido a perfeccionar su oficio de depredador.
Cuando volvió a recuperar la libertad, eligió esconderse a plena vista. Se mudó al Valle de Pascoe, un suburbio tranquilo de Melbourne en apariencia anodino, perfecto para quien quisiera pasar inadvertido. Allí trató de mostrarse obediente ante los ojos de sus agentes de condicional: vecino discreto, movimientos contenidos, un hombre que quería aparentar rutina y dejar de “dar problemas”.
Pero lo cierto era que la calma era solo un disfraz. Bajo esa superficie ordenada, alimentaba las mismas fantasías de control, violencia y muerte. El suburbio lo veía como un hombre silencioso detrás de su puerta, alguien irrelevante entre miles de viviendas semejantes. Nadie sabía que en ese barrio tranquilo se estaba incubando una pesadilla que a punto estaba de estallar.
Pero la fachada de vecino discreto no tardó en resquebrajarse. El 4 de octubre de 1997, Melbourne volvió a ser testigo del verdadero rostro de Peter Dupas. Su víctima fue Margaret Maher, una prostituta de 40 años que jamás imaginó que aquel encuentro sería el último de su vida.
El ataque siguió el patrón que ya comenzaba a dibujar su firma sangrienta: violación, golpes, y después el paso final, la puñalada mortal. Como si su compulsión necesitara coronarse con la mutilación, volvió a ensañarse con el cuerpo de la víctima y le cortó los senos, un gesto brutal que se convertiría en la marca de su sadismo.
El lugar donde el cadáver fue hallado retrata la frialdad del asesino: arrojado entre la basura, cubierto apenas bajo una caja de cartón. Una vida descartada como un objeto inútil, reducida a desecho humano. Pero esta vez, Dupas dejó más que sangre y horror en la escena. Junto al cuerpo apareció un guante de lana negra, aparentemente insignificante, pero que contenía restos de su ADN.
El monstruo comenzaba a dejar rastro. Y con él, los primeros indicios firmes de que la muerte lo rodeaba allá por donde pasaba.
El 1 de noviembre de 1997, apenas un mes después del asesinato de Margaret Maher, Melbourne se hundió en un espiral aún más oscuro. Aquella mañana, Mersina Halvagis, una joven de solo 25 años, había acudido al cementerio de Fawkner para cumplir un acto profundamente íntimo: visitar la tumba de su abuela. Era un momento de recogimiento, de silencio, de conexión con la memoria familiar.
Lo que nunca pudo imaginar es que, en ese recinto sagrado destinado al descanso eterno, se escondía un depredador al acecho. De repente, sin aviso, Peter Dupas apareció por su espalda. El ataque fue inmediato y despiadado: la redujo, la vejò sexualmente, y después descargó contra ella una violencia inhumana. Casi noventa puñaladas atravesaron su cuerpo en un frenesí sangriento que dejaba claro que no solo quería matarla: quería destrozarla. Como en sus anteriores crímenes, el asesino repitió su gesto macabro: acuchillo los senos de la joven, llegando casi a la mutilación un acto que funcionaba como su firma personal, el sello de su compulsión más enfermiza. El contraste era insoportable: en un cementerio, lugar de respeto y memoria, una joven fue despedazada por uno de los asesinos más crueles de Australia.
Con Mersina, la espiral de Dupas alcanzaba un nuevo nivel de sadismo. A esas alturas, los investigadores ya no podían hablar de ataques aislados. Era evidente: Melbourne estaba frente a un asesino serial en plena cacería.
Cuando terminó con Mersina, Peter no huyó demasiado lejos. Simplemente caminó de regreso a su domicilio, situado a tan solo unos metros del mismo cementerio donde acababa de desatar el infierno. Para cualquier otro, aquel lugar estaría maldito; para él, en cambio, se convirtió en un fetiche macabro.
Durante semanas posteriores, varias mujeres que acudían al camposanto relatarían, años más tarde, que habían sentido la presencia incómoda de un desconocido que las acechaba entre las lápidas. Nadie se atrevió a denunciar en aquel entonces; aquel silencio encubrió lo que, con el tiempo, revelaría la magnitud del depredador escondido.
El cementerio de Fawkner se transformó, sin que nadie lo supiera, en un escenario de caza, un lugar donde Dupas rondaba en busca de próximas presas. Cuando finalmente estalló el escándalo y su nombre apareció en los titulares como el ‘destripador de Melbourne’, dos testigos recordaron lo que hasta entonces habían callado: haber visto a un hombre con gafas de sol, merodeando entre las tumbas como un buitre paciente.
Lo que para las familias era un espacio de duelo, para Dupas era un terreno de cacería. Y lo más aterrador es que, por un tiempo, nadie se dio cuenta.
El 18 de abril de 1999, la doble vida de Peter Dupas alcanzó su punto de no retorno. Esa mañana, se presentó en la consulta de Nicole Patterson, una joven psicoterapeuta de 28 años en Northcote, a la que había contactado tras ver un anuncio en el periódico local. Ella pensó que recibía a un nuevo paciente; en realidad, estaba dejando entrar al depredador que había acechado Melbourne durante décadas.
El ataque fue tan rápido como implacable. Nicole recibió 27 puñaladas en el pecho y la espalda, en una escena que reflejaba la misma furia ritual de sus crímenes anteriores. Antes de asesinarla, Dupas la sometió a una brutal agresión sexual, y como marca macabra de su compulsión, volvió a mutilar ambos pechos. Era su firma, su sello repugnante, el símbolo de un sadismo que ya no podía ocultarse.
La policía, al inspeccionar la escena, halló un detalle crucial: pequeños trozos de cinta de PVC amarilla adheridos al cadáver, una pista minúscula que pronto se revelaría trascendental. El bolso de Nicole y toda su documentación habían desaparecido, borrados como si el asesino quisiera arrebatarle no solo la vida, sino la identidad misma.
Con Nicole, la cacería de Dupas llegó a su desenlace. Ya no era cuestión de un sospechoso elusivo ni de pruebas circunstanciales: lo que la policía tenía frente a sí era el rastro final de un asesino serial cuya violencia había escalado sin freno durante tres décadas.
Era cuestión de tiempo que el monstruo, al fin, quedara atrapado en su propia oscuridad.
A medida que avanzaban las pesquisas, los detectives hallaron un detalle decisivo. La agenda de Nicole Patterson reflejaba que, la misma mañana de su asesinato, tenía una cita con un nuevo paciente. El nombre escrito a mano: “Malcolm”, acompañado de un número de teléfono.
La pista parecía clara, pero pronto se torció: el número no pertenecía a ningún “Malcolm”, sino a Harry, un estudiante de la Universidad de La Trobe. El joven, sorprendido, explicó a la policía que, días antes, un desconocido se le había acercado ofreciéndole un supuesto puesto de trabajo. No era más que un ardid para conseguir prestada su identidad y, con ella, abrir el acceso hasta la consulta de Nicole.
Los investigadores comenzaron entonces a tirar del hilo. El anónimo que se escondía tras aquella máscara ficticia no tardó en delatarse: todas las piezas, desde su historial violento hasta los patrones idénticos de mutilación, conducían hacia el mismo nombre.
El 22 de abril de 1999, apenas cuatro días después del crimen, la policía irrumpió en el Hotel Excelsior de Thomastown. Allí encontraron a Peter Dupas, malherido y sin escapatoria, quien fue arrestado bajo la acusación de asesinato en primer grado.
El monstruo que había acechado durante décadas ya tenía rostro, pruebas y una celda esperando. Y Melbourne, por primera vez, podía poner nombre al terror que había respirado en silencio: Peter Norris Dupas, el destripador de Melbourne.
Durante el interrogatorio, Peter Dupas trató de sostener su vieja estrategia de fingida inocencia. Se rascaba nervioso las heridas de la cara y las manos, asegurando que eran simples accidentes domésticos, pequeños rasguños sin importancia. Pero los agentes lo miraban en silencio: sabían que aquellos arañazos eran el eco de la resistencia desesperada de Nicole Patterson en sus últimos segundos de vida. El verdugo llevaba en la piel las marcas de su víctima.
La evidencia terminó de hundirlo cuando los investigadores pusieron un pie en su casa. Allí, el disfraz de vecino normal se desmoronó por completo. Los agentes encontraron ropa manchada con sangre fresca, fragmentos de la misma cinta de PVC amarilla hallada en el cuerpo de Nicole, un pasamontañas, y, como si quisiera coleccionar sus propios pecados, un recorte de prensa con el anuncio de la psicoterapeuta. Junto a él, también guardaba varias noticias sobre otros asesinatos, piezas macabras de un archivo personal que no dejaban dudas: Peter Dupas no solo mataba, sino que se regodeaba en su legado de horror.
Frente a esta montaña de pruebas, la coartada de Dupas se deshizo como papel bajo la lluvia. Ya no era cuestión de sospechas ni de viejas advertencias de jueces y psiquiatras. La verdad estaba encima de la mesa, tangible, irrefutable: Peter Dupas era el depredador que llevaba más de treinta años alimentando las páginas más oscuras de la crónica criminal australiana.
El 22 de agosto del año 2000, después de semanas de un proceso seguido con expectación nacional, el veredicto cayó con el peso de la verdad irrefutable: el jurado declaró a Peter Dupas culpable del asesinato de Nicole Patterson. El tribunal lo condenó a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional, una sentencia que lo enterraba en prisión para siempre.
La lectura del fallo estuvo a cargo del juez Frank Vincent, cuyas palabras resonaron como epitafio moral de toda la carrera criminal de Dupas. La voz del magistrado no fue solo la de la Justicia, también la de una sociedad aterrada que intentaba comprender la génesis de aquel monstruo: “No hay ningún indicio de que haya experimentado ningún sentimiento de remordimiento por lo que ha hecho, y dudo que sea capaz de una respuesta humana de este tipo. … ¿Cómo ha llegado a ser como es?” El interrogante final del juez no esperaba respuesta. Era una condena filosófica más que legal. Porque Dupas, el niño mimado convertido en depredador, había transitado décadas bajo diagnósticos de irrecuperable y advertencias ignoradas, hasta llegar al inevitable desenlace: convertirse en uno de los asesinos seriales más crueles de la historia australiana.
Ese día, las puertas de la prisión se cerraron para no volver a abrirse. Y Melbourne, por fin, dejó de caminar a ciegas bajo la sombra de su propio destripador.
Para la sociedad australiana, el caso Patterson había puesto fin a la amenaza. Pero para los investigadores, la historia no terminaba allí. Mientras Dupas ya cumplía cadena perpetua, los detectives comenzaron a mirar hacia atrás, a repasar viejos expedientes que habían quedado en penumbra.
Uno de ellos atrajo rápidamente su atención: el asesinato de Margaret Maher, ocurrido en 1997. La semejanza con lo sucedido en la consulta de Nicole Patterson no era mera coincidencia. Ambos cuerpos habían sufrido la misma mutilación: la extirpación de los senos, una firma cruel que parecía gritar la identidad del autor. El propio informe policial lo catalogó como una marca “sorprendentemente similar”.
Con las nuevas técnicas forenses y el ADN de Peter Dupas ya archivado en la base de datos penitenciaria, los investigadores solicitaron cotejar las muestras levantadas en la escena del crimen de Maher. Los resultados no dejaron margen a la duda: el perfil genético del preso coincidía punto por punto con el hallado en el cadáver.
Lo que hasta entonces había sido sospecha se convirtió en certeza judicial. Peter Dupas no era solo el asesino de Nicole Patterson: era también el responsable de la muerte atroz de Margaret Maher. Uno a uno, sus fantasmas comenzaban a salir de la oscuridad.
El juicio por el asesinato de Margaret Maher confirmó lo que la sociedad australiana ya temía: Peter Dupas no era un “caso aislado”, sino un asesino serial implacable. Durante las audiencias, el dolor de las familias se hizo presente con crudeza. La hermana de Nicole Patterson, aún marcada por la primera condena, lo sintetizó en una frase que atravesó la sala como un cuchillo: “Un depredador malvado, psicópata, astuto y repulsivo”.
El 16 de agosto de 2004, el veredicto volvió a ser inapelable: culpable.
El tribunal le dictó una segunda cadena perpetua, acumulada a la que ya purgaba por Nicole. El juez, sin titubeos ni medias tintas, dejó claras las intenciones de la Justicia: Dupas no volvería jamás a pisar la calle. Sus palabras fueron tan tajantes como definitivas: “Ni siquiera hay el más mínimo rayo de esperanza para ti”.
No había rehabilitación posible, ni tratamiento, ni indulgencia. Solo reclusión perpetua para un hombre cuya vida entera había sido un manifiesto de violencia y muerte.
Con esa segunda condena, Australia entendía al fin que el monstruo de Melbourne nunca había tenido redención en su horizonte. Y aún faltaba un último capítulo sangriento por cerrarse: el caso de Mersina Halvagis.
El 9 de agosto de 2007, el tribunal volvió a sentenciar a Peter Dupas, esta vez por el asesinato de Mersina Halvagis. Con ello, acumulaba ya tres cadenas perpetuas sin derecho a libertad condicional, un récord siniestro que lo consagraba definitivamente como uno de los peores asesinos seriales de Australia.
En cada juicio, Dupas se aferró a sus apelaciones, alegando irregularidades en el proceso, intentando aferrarse a una grieta legal que pudiera otorgarle aire. Pero todas las instancias superiores coincidieron en lo mismo: los recursos fueron sistemáticamente desestimados. Su destino estaba escrito, y las llaves de su celda ya no volverían a girar hacia afuera.
Durante este último proceso surgieron además los ecos de otros dos asesinatos no resueltos. Los fiscales expusieron las similitudes en la violencia, la brutalidad y las mutilaciones, apuntando la sombra de Dupas como autor probable. Sin embargo, la justicia nunca logró reunir las pruebas concluyentes que lo vincularan de manera irrefutable con aquellas muertes. Y así, como ocurre en los crímenes que marcan épocas, quedaron cabos sueltos, preguntas sin respuesta, y el temblor de pensar que, quizás, aún quedaban fantasmas anónimos en su lista de víctimas.
Con tres cadenas perpetuas sobre los hombros, Peter Dupas entraba en el tramo final de su vida como lo que realmente había sido durante décadas: un depredador consumado, imposible de redimir, que había dejado cicatrices imborrables en Melbourne y en toda Australia.
Hoy, el llamado “destripador de Melbourne” permanece recluido en la prisión de máxima seguridad de Port Phillip, en Laverton. Allí, sorprendentemente, se ganó la reputación de ser un preso modelo. Los funcionarios describen a Peter Dupas como alguien correcto, colaborador y de “buen comportamiento”, una fachada que durante años le sirvió para engañar a psicólogos, jueces y juntas de libertad condicional.
Pero quienes lo conocen bien saben que esa docilidad no es más que una estratagema. En este tipo de depredadores, el verdadero peligro no aparece entre rejas, sino en el momento en que recuperan la calle. Entonces el hombre dócil que entrega la bandeja del almuerzo se convierte en el monstruo que acecha a mujeres indefensas. Con Dupas, esa mecánica quedó probada una y otra vez a lo largo de su vida.
Uno de los magistrados que lo condenó lo expresó con una claridad inquietante: “Su conducta no tiene mitigación ni paliación”,. Porque Dupas nunca reconoció sus crímenes. Nunca mostró arrepentimiento. Y peor aún: cada vez que salía, repetía sus atrocidades con mayor brutalidad, guiado por lo que el juez describió como un “odio sádico y pervertido hacia las mujeres” y un absoluto “desprecio por ellas y su derecho a vivir”.
Así, Peter Dupas quedó sellado en la historia criminal australiana no solo como un asesino en serie, sino como el retrato perfecto del depredador irreformable: un hombre capaz de fingir mansedumbre en cautiverio, mientras en su interior anidaba siempre el monstruo.
Conclusiones:
El caso de Peter Dupas no es solo la historia de un asesino en serie. Es también la de un sistema que, durante años, ignoró advertencias claras y permitió que un depredador reincidiera hasta transformarse en el rostro más cruel del crimen en Australia.
Su vida fue un ciclo repetido de libertad, violencia y prisión, donde cada salida significaba un salto hacia un horror aún mayor. Nunca mostró arrepentimiento, nunca reconoció sus actos; al contrario, perfeccionó sus métodos hasta convertir la mutilación en su firma personal.
Pero quizá lo más perturbador no sea solo lo que hizo, sino lo que representó: la máscara de obediencia y docilidad que engañaba a jueces, psicólogos y vigilantes, frente a la bestia que despertaba en cuanto se le abría una puerta. El monstruo siempre estuvo ahí, agazapado, esperando.
Hoy, Dupas permanece como un símbolo sombrío de la irreformabilidad del mal y de los riesgos de subestimar a un depredador consumado. En la memoria de todos, su nombre quedará unido para siempre al del “destripador de Melbourne”, recordatorio eterno de que algunos criminales no buscan redención, solo víctimas.
Enlaces:
Fuentes:
https://es.wikipedia.org/wiki/Peter_Dupas
https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/justicia/1/nino-mimado-se-convirtio-en-violador-y-asesino
https://www.sbs.com.au/news/article/dupas-gets-third-life-term-for-murder/nvvi8xtl3

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