Takahiro Shiraishi, el asesino de Twitter



En las sombras digitales de una ciudad que nunca descansa, Takahiro Shiraishi tejió una red mortal. No era un criminal cualquiera; era un depredador que cazaba en la soledad de internet, disfrazando sus intenciones con palabras de consuelo y falsas promesas.

Este es un relato donde la realidad supera la ficción: un hombre que convirtió la desesperación en su arma y la confianza en su trampa. En un mundo donde la conexión parece infinita, Shiraishi encontró la manera de aislar a sus víctimas para siempre.

Acompáñanos a desentrañar esta historia oscura, un thriller real que revela hasta dónde puede llegar la maldad oculta tras la pantalla. Bienvenidos al caso que estremeció a Japón y nos recuerda que, a veces, el verdadero monstruo acecha en el silencio más profundo.

La lluvia caía con desgana sobre las calles de Zama, una ciudad que rara vez salía en los periódicos. Esa noche, sin embargo, el asfalto parecía absorber un secreto oscuro, uno que llevaba años gestándose en silencio tras las cortinas de una pequeña vivienda. En ese rincón anodino de la prefectura de Kanagawa, al suroeste de Tokio, nació Takahiro Shiraishi el 9 de octubre de 1990. Nadie, ni la señora del quiosco ni el profesor de matemáticas, habría apostado una moneda a que aquel niño tranquilo, de sonrisa tímida y paso discreto, escribiría su nombre en la historia negra de Japón.

En el barrio, los viejos aún recuerdan al pequeño Takahiro jugando en el parque, siempre cortés, siempre invisible. “Era un niño tranquilo, sociable”, repiten, como si al decirlo pudieran exorcizar el horror que vendría después. En la escuela, Shiraishi era uno más entre los pupitres. No destacaba, pero tampoco era un lobo solitario.

Nadie sospechaba que bajo esa normalidad se ocultaba una mente capaz de acechar y devorar la vida de otros.

Sin embargo, la apariencia de lo cotidiano es el escondite perfecto para un monstruo.. Zama, con sus calles limpias y farolas titilantes, nunca imaginó que bajo el techo de una casa común se gestaba un infierno privado. Takahiro, el joven de bajo perfil, se convirtió en el Carnicero de Zama, Un asesino en serie que buscó a sus víctimas bajo el manto sombrío de las redes sociales, atrayendo a almas perdidas con promesas de comprensión y compañía.

En las noches de Zama, el eco de sus crímenes sigue flotando, invisible pero presente. El niño tranquilo, el vecino amable, se desvaneció para siempre, reemplazado por la leyenda negra de un asesino que supo esconderse a plena vista. Porque en la novela de la vida real, los monstruos no siempre llevan máscara: a veces, tienen la sonrisa discreta de un vecino cualquiera.

A quienes le conocían de cerca, les resultaba inconcebible que aquel joven aficionado al atletismo y al béisbol, siempre dispuesto a prestar oído a los demás, pudiera convertirse en un asesino de nueve almas. Nadie levantó una ceja cuando, entre bromas y desafíos, Takahiro se entregaba a peligrosos juegos de asfixia con sus compañeros, llevándolos hasta el desmayo; para todos, no era más que una travesura juvenil. Lo que nadie imaginaba era que, años después, ese pasatiempo inocente se transformaría en su macabra especialidad: el estrangulamiento, ejecutado con la precisión de quien ha practicado demasiado tiempo en la penumbra.

Tokio nunca duerme. Entre sus avenidas iluminadas por neones y el bullicio constante de la multitud, las historias más oscuras se tejen en silencio, ocultas bajo la apariencia de una rutina anodina. Así comenzó la vida adulta de Takahiro, un joven que, tras graduarse de la escuela secundaria en 2009, parecía destinado a perderse entre la multitud.

Al principio, su vida no tenía nada de extraordinario. Un trabajo en el supermercado del barrio, jornadas largas y monótonas, el tintinear de la caja registradora marcando el ritmo de sus días. Pero no tardó en buscar emociones más fuertes. Pronto cambió los pasillos del supermercado por el estrépito metálico de los salones de pachinko, donde las luces y los sonidos se mezclan en un hipnótico juego de azar.

Sin embargo, el verdadero descenso comenzó cuando se convirtió en cazatalentos de mujeres para clubs de alterne y sex shops. En los callejones de Kabukicho, aprendió a detectar la vulnerabilidad en los ojos de las jóvenes, a prometerles sueños de independencia y dinero fácil. Sabía, desde el principio, que tras la puerta de esos locales se escondía una trampa: muchas serían engañadas y empujadas a la prostitución.

La policía no tardó en seguirle la pista. Una noche de otoño, los agentes irrumpieron en su apartamento. La acusación era clara: violación de la Ley de Seguridad en el Empleo. El joven, que hasta entonces había sido invisible para la justicia, fue arrestado y llevado ante los tribunales. Pero la ciudad es generosa con los secretos y, tras pagar la fianza, volvió a caminar libre por las mismas calles que lo habían visto caer.

Lo que nadie sabía entonces era que aquel arresto no sería el final de la historia, sino apenas el primer capítulo de una crónica negra que, con el tiempo, teñiría de horror las páginas de los periódicos japoneses.

Tras aquel revés judicial, la vida de Takahiro pareció entrar en pausa. A principios de 2016, volvió por unos meses a la casa familiar, como si buscara refugio en los recuerdos de una infancia que ya no le pertenecía. Su habitación, intacta desde los días de estudiante, lo recibió con el mismo silencio de siempre. Pero la calma era solo aparente. En el fondo, algo oscuro seguía creciendo.

Ese verano, decidió mudarse. Eligió un apartamento modesto, de apenas cuarenta metros cuadrados, en un edificio anónimo de las afueras de Tokio. Las paredes blancas y el mobiliario escaso no decían nada de su inquilino. Allí, entre esas cuatro paredes, el joven intentó reconstruir su vida, como si cambiando de escenario pudiera dejar atrás el pasado.

Durante ese período, mantuvo una breve relación sentimental con una joven. Ella, entrevistada tiempo después, lo describió como un “personaje gentil”, alguien que “nunca se enojó con las mujeres”. En su relato, Takahiro parecía incapaz de la violencia: “Cuando le dije que quería terminar, me abrazó y dijo algo así como ‘No te vayas’”. Era un gesto sencillo, casi tierno, que contrastaba con la sombra de sus acciones pasadas.

Pero en la crónica negra, las apariencias suelen ser traicioneras. El apartamento se convirtió en el escenario de una vida doble: durante el día, era el vecino discreto; por la noche, sus pensamientos giraban en espiral, alimentando un destino que nadie, ni siquiera él mismo, parecía capaz de detener.

En las calles, la ciudad seguía su curso, ajena al drama que se gestaba tras una puerta cerrada. Nadie sospechaba que, en ese pequeño apartamento, la historia de Takahiro estaba a punto de dar un giro tan oscuro como irreversible.

Bajo esa fachada de buen chico, ocultaba un deseo reprimido de ejercer control y sometimiento sobre mujeres vulnerables, una pulsión oscura que solo encontraba satisfacción en el daño físico infligido a sus víctimas. Para él, no había presa más adecuada que aquella con tendencias suicidas, alguien dispuesto a entregarse al abismo sin resistencia.

Fue entonces cuando llevó su búsqueda al terreno digital. Abrió varias cuentas en Twitter, entre ellas una bajo el inquietante nombre de Hanging Pro. Desde esos perfiles, comenzó a contactar con colegialas y jóvenes que, en la desesperación de sus mensajes, expresaban deseos de morir. Takahiro les ofrecía comprensión y compañía, pero en realidad, tejía una trampa mortal, disfrazando su verdadero propósito tras palabras de consuelo y promesas de ayuda.

Así, la red social se convirtió en su nuevo escenario, un espacio donde la oscuridad de sus intenciones encontraba eco en la vulnerabilidad de sus potenciales víctimas.

Se presentaba ante sus víctimas como un auténtico “verdugo profesional”, alguien capaz de hacer realidad sus ideas suicidas e incluso de acompañarlas en la muerte. En Twitter, sus mensajes eran tan directos como perturbadores: “Quiero ayudar a las personas que realmente sufren. Envíame un mensaje privado en cualquier momento”, “No es difícil ahorcarse”, o “Si no puedes ayudarte a ti mismo, yo te puedo ayudar”. Estas publicaciones, lejos de ofrecer ayuda genuina, funcionaban como un anzuelo para atraer a jóvenes desesperadas.

Ocho mujeres, atrapadas en la red de manipulación de Takahiro, acudieron a su apartamento convencidas de que allí encontrarían el final que buscaban. Antes de cada encuentro, les advertía: “No debes ponerte en contacto con amigos o parientes antes de matarte”. Con esta exigencia, se aseguraba de aislar por completo a sus víctimas, eliminando cualquier posibilidad de auxilio y dejando el escenario listo para consumar su macabro plan.

La primera víctima fue Mizuki Miura, una joven de 21 años a la que conoció a principios de agosto. Al principio, Takahiro no solo desaconsejó que Mizuki se suicidara, sino que le propuso mudarse con él a su nuevo apartamento, exigiendo el pago de 3.700 euros en concepto de alquiler y fianza. Mizuki aceptó la oferta sin dudar, buscando quizá un nuevo comienzo o simplemente compañía en medio de su vulnerabilidad.

Sin embargo, la aparente hospitalidad de Takahiro escondía una intención siniestra. Convencido de que Mizuki lo abandonaría y con la ambición de quedarse con todo el dinero que llevaba consigo, además del depósito, el asesino tomó la decisión de matarla. Así, la historia de la joven terminó abruptamente en aquel apartamento, marcando el inicio de la macabra serie de crímenes que conmocionaría a todo Japón.

La noche en que Mizuki Miura cruzó el umbral del apartamento de Takahiro, su destino ya estaba sellado. Primero, la estranguló hasta que perdió el conocimiento. Aprovechando su indefensión, la agredió sexualmente y, finalmente, llevó a cabo su plan macabro: le ató una soga al cuello y la colgó hasta matarla.

Con una frialdad escalofriante, Takahiro se sumergió en foros de Internet en busca de instrucciones sobre cómo mutilar un cuerpo. 

Pronto, adquirió las herramientas necesarias: un cuchillo de carnicero y una sierra. En la soledad del baño, desmembró el cadáver de Mizuki en la bañera, siguiendo paso a paso los consejos que había leído en línea.

El proceso no terminó ahí. Algunas partes del cuerpo las arrojó a la basura, mientras que otras las ocultó en una nevera portátil, cubriéndolas cuidadosamente con arena para gatos, en un intento de disimular el hedor que inevitablemente comenzaría a filtrarse por las paredes del apartamento. Así, Takahiro perfeccionaba su ritual, cubriendo cada huella de horror bajo una capa de aparente normalidad, mientras la ciudad, ajena, seguía su curso.

Con este primer asesinato, había logrado satisfacer dos de sus necesidades más profundas y oscuras. Por un lado, dio rienda suelta a sus impulsos sadomasoquistas, encontrando placer en el control absoluto y el sufrimiento ajeno; por otro, resolvió su precariedad económica al apropiarse del dinero de Mizuki, obteniendo así una ganancia fácil sin necesidad de trabajar.

El éxito de este macabro “plan” marcó el inicio de una escalada criminal. Takahiro repitió el mismo modus operandi con ocho de sus nueve víctimas, jóvenes cuyas edades oscilaban entre los 15 y los 25 años. Todas compartían una vulnerabilidad: el deseo de desaparecer, de dejar atrás una vida que les resultaba insoportable. Supo detectar esa fragilidad y explotarla, convirtiéndose en el verdugo de quienes, paradójicamente, buscaban en él una salida a su sufrimiento.

Así, el apartamento de cuarenta metros cuadrados se transformó en el escenario de una serie de crímenes que, durante meses, pasaron inadvertidos para el mundo exterior. Cada nueva víctima era una repetición del ritual: contacto a través de Twitter, promesas de ayuda, aislamiento, asesinato y, finalmente, la desaparición meticulosa de los restos. La ciudad seguía su curso, ignorante del horror que se ocultaba tras una puerta cerrada y una sonrisa amable. 

La novena víctima resultó ser un varón de 20 años, Shogo Nishinaka, pareja de una de las desaparecidas, que acudió al apartamento de Takahiro en cuanto la chica no regresó. Tan pronto como el muchacho cruzó el umbral de la puerta, el asesino se le echó encima, lo estranguló y, valiéndose de ese desmayo, lo subió al techo con la soga para ahorcarlo del mismo modo que a las féminas.


En septiembre de 2017, Aiko Tamura, de 23 años, dejó un mensaje inquietante en Twitter: buscaba compañía para poner fin a su vida. Takahiro, siempre al acecho de jóvenes vulnerables en la red, respondió de inmediato con una propuesta perturbadora: “Muramos juntos”. Pocos días después, Aiko se convertiría en una víctima más, asesinada bajo el mismo ritual brutal que Takahiro había perfeccionado.

Sin embargo, esta desaparición tuvo un desenlace distinto. El hermano de Aiko, decidido a no rendirse ante la incertidumbre, emprendió una búsqueda incansable. Gracias a su perseverancia y a la presión ejercida sobre las autoridades, la investigación avanzó rápidamente y la detención de Takahiro se precipitó, poniendo fin a su escalofriante cadena de crímenes.

Aunque el joven presentó una denuncia formal por la desaparición de su hermana ante la policía, no se quedó de brazos cruzados. Paralelamente, inició su propia investigación: accedió a la cuenta de Twitter de Aiko utilizando su contraseña y, tras horas de rastreo, logró contactar con una chica que aseguraba conocer al hombre con quien ella había estado conversando.

El hermano compartió este descubrimiento con las autoridades, lo que permitió poner en marcha una operación de vigilancia. La chica aceptó colaborar y se ofreció a citarse con el sospechoso en un lugar público: la estación de Machida. Todo el encuentro fue supervisado discretamente por la policía. Takahiro acudió puntualmente a la estación de Machida, pero al no encontrar a la persona con la que había acordado verse, decidió regresar a su apartamento. Lo que no sabía era que un operativo policial lo seguía discretamente, manteniéndolo bajo vigilancia constante. Apenas llegó a su domicilio, varios agentes se presentaron en la puerta y le exigieron explicaciones sobre el paradero de Aiko.

Sorprendido y sin escapatoria, Takahiro señaló fríamente hacia un congelador. Al abrirlo, los oficiales se enfrentaron a una escena dantesca: en el interior encontraron restos de cuerpos desmembrados, la evidencia irrefutable de los crímenes que durante meses habían permanecido ocultos tras la fachada de un apartamento común.

La mañana del 31 de octubre amaneció envuelta en una atmósfera inquietante en Zama. Mientras muchos se preparaban para celebrar Halloween, en un modesto apartamento de la ciudad se desataba una pesadilla real. Los agentes de policía, tras irrumpir en la vivienda, se toparon con una escena sobrecogedora: nueve cuerpos desmembrados, repartidos en más de 240 fragmentos óseos, y un arsenal de tijeras, cuchillos, sierras y herramientas de carpintería. El olor era insoportable, impregnando cada rincón del edificio, pero los vecinos, acostumbrados a aromas extraños, jamás sospecharon que tras esas paredes se ocultaba una serie de crímenes atroces; pensaron, simplemente, que se trataba de carne en mal estado.

Una vez detenido, el llamado “asesino de Twitter” no tardó en confesar ante los detectives el verdadero móvil de sus crímenes: “Lo hice para agredir sexualmente a las mujeres y robarles dinero”. Cuando le preguntaron si conocía a sus víctimas o recordaba sus nombres, Takahiro fue tajante: “Hubo personas a las que maté sin saber sus nombres. (…) Los maté a todos el día que los conocí”.

Sobre la macabra decisión de almacenar los cadáveres en su apartamento, explicó que “no podía tirar los cuerpos por temor a ser atrapado”. Incluso detalló que la primera vez que desmembró un cuerpo, el proceso le llevó tres días, pero que “a partir de la segunda persona, pude hacerlo en un día”. Takahiro dejó claro que su único objetivo era satisfacer sus deseos sexuales y obtener dinero fácil, utilizando la promesa de un suicidio asistido solo como un señuelo para captar a sus víctimas.

Su verdadera motivación en cada crimen era eliminar cualquier prueba de sus robos y agresiones sexuales. Takahiro fue contundente al respecto: “No tenía ninguna intención de suicidarme en absoluto”, confesó, admitiendo que la promesa de un suicidio conjunto no era más que un ardid cuidadosamente planeado para atraer a sus víctimas.

Durante los interrogatorios, también dejó claro un detalle escalofriante: “Ninguna de las víctimas quería morir en realidad”. Así, el supuesto pacto suicida no era más que la trampa perfecta para manipular y someter a jóvenes vulnerables, ocultando tras una máscara de empatía sus verdaderas y oscuras intenciones.

El juicio contra Takahiro Shiraishi comenzó a finales de septiembre de 2020. Sin embargo, antes de sentarse en el banquillo, la justicia ordenó que se le realizaran varias evaluaciones forenses, solicitadas por su defensa, con el objetivo de determinar si el acusado de nueve asesinatos y descuartizamientos estaba mentalmente capacitado para afrontar el proceso judicial y, en caso contrario, si había sufrido algún episodio de enajenación mental transitoria.

Los exámenes psiquiátricos practicados fueron concluyentes: en ningún momento Takahiro presentó alteraciones en sus capacidades volitivas, ni antes, ni durante, ni después de cometer los crímenes. Por tanto, fue declarado plenamente imputable, apto.

En la sala del tribunal de Tokio, el aire era denso y el silencio, implacable. El juicio por los llamados ‘asesinatos de Zama 9’ se desarrollaba bajo una penumbra de secretismo: el juez, atendiendo el ruego de los familiares, ordenó que los nombres de las víctimas quedaran sepultados tras letras mudas, de la A a la I. Nadie en la sala pronunciaba sus verdaderos nombres; solo flotaban iniciales, como si el horror pudiera diluirse en el anonimato.

Durante 77 días, la sala fue un escenario de tensiones y miradas furtivas. Los abogados de la defensa y la acusación cruzaban argumentos como cuchillos en la noche, pero todos sabían que la verdadera sombra se sentaba al fondo, esperando su turno. La expectación era casi física: lo que todos querían era escuchar, por fin, la voz del hombre detrás de la carnicería, el responsable de convertir un apartamento anodino en el epicentro del espanto. Cuando Takahiro Shiraishi subiera al estrado, la verdad —o lo que quedara de ella— tendría que abrirse paso entre las sombras.

El 1 de octubre, Takahiro Shiraishi no dejó lugar a dudas en el estrado: se declaró culpable de todos los cargos que pesaban sobre él. “Humildemente admito mi culpa y aceptaré el castigo”, comenzó, con una calma que helaba la sangre en la sala. Luego, sin titubeos, desgranó uno a uno los detalles de los asesinatos, explicó sus motivaciones y relató por qué buscaba víctimas con tendencias suicidas. “Era más fácil para mí convencer a la gente con preocupaciones y otros problemas y manipularlos”, confesó, dejando claro que la vulnerabilidad de sus víctimas era su mejor aliada.

Durante el juicio, Shiraishi no mostró arrepentimiento. Admitió que las mató sin su consentimiento y que su objetivo era buscar mujeres vulnerables, abusar de ellas y robarles dinero. Su frialdad y la precisión con la que describió cada crimen solo aumentaron la indignación y el horror en la sala del tribunal.

Las palabras de Takahiro en el estrado desmoronaron por completo la estrategia de su propia defensa. Sus abogados habían insistido en que las víctimas acudieron voluntariamente a su apartamento con la intención de morir, y que él solo las ayudó a quitarse la vida, por lo que los cargos debían reducirse a “asesinato con consentimiento”, un delito castigado en Japón con penas mucho menores, de entre seis meses y siete años de prisión.

Sin embargo, el propio acusado fue tajante al desmentir esta versión: ninguna de las mujeres le dio su consentimiento para morir. Para corroborarlo, señaló un detalle crucial: “Había moretones detrás de la cabeza de las víctimas. Significa que no hubo consentimiento y lo hice para que no se resistieran”. Así, quedó claro ante el tribunal que Takahiro actuó por motivaciones personales y que las víctimas fueron asesinadas en contra de su voluntad, lo que agravó la calificación de los delitos y condujo a la sentencia de muerte.

Los crímenes perpetrados por Takahiro Shiraishi, fueron calificados por el tribunal como “despreciables y brutales”, cometidos únicamente para “satisfacer sus deseos” personales. El caso, una vez conocido por las autoridades y la opinión pública, provocó una enorme “conmoción y ansiedad” en todo Japón. El juez Naokuni Yano subrayó el profundo impacto social, especialmente por la frecuencia con la que se utilizan las redes sociales para captar víctimas vulnerables.

Durante la lectura del veredicto, el magistrado declaró culpable a Shiraishi por unos hechos “extremadamente graves”, en los que “se pisoteó la dignidad de las víctimas”. El 15 de diciembre de 2020, el tribunal lo condenó a la pena de muerte, sentencia que sería ejecutada mediante la horca, tal como contempla la legislación japonesa, en una fecha que entonces quedó pendiente de determinar.

El 27 de junio de 2025, el Gobierno japonés ejecutó en la horca a Takahiro Shiraishi, conocido como el “asesino de Twitter”, en el centro de detención de Tokio. Con 34 años, Shiraishi se convirtió en la primera persona en ser ejecutada en Japón desde julio de 2022. 

La ejecución fue autorizada por el ministro de Justicia, se llevó a cabo en secreto el 27 de junio de 2025, siguiendo la práctica habitual en Japón: los condenados solo son informados horas antes de la ejecución, sin aviso previo a familiares ni abogados. Amnistía Internacional ha criticado duramente este procedimiento, calificándolo de cruel y opaco.

El Ministerio de Justicia japonés subrayó que el caso causó “gran conmoción y ansiedad en la sociedad con la pérdida de nueve valiosas vidas humanas para satisfacer las necesidades sexuales y económicas” del ejecutado. Tras esta ejecución, el número de presos condenados a muerte en Japón es de 105, de los cuales 49 buscan un nuevo juicio o la repetición del proceso.

Este caso provocó un debate internacional sobre el uso de redes sociales para captar víctimas vulnerables y llevó a Twitter/X a modificar sus políticas para evitar la promoción o facilitación del suicidio. Además, reavivó la discusión nacional sobre la vigencia de la pena de muerte, especialmente tras el histórico indulto en 2024 de Iwao Hakamada, quien pasó casi seis décadas condenado erróneamente

La ejecución de Takahiro Shiraishi fue como el último acto de una tragedia japonesa, escrita con tinta negra sobre papel de arroz. El ministro Keisuke Suzuki, hombre de rostro impenetrable, firmó la orden con un trazo seco. El 27 de junio de 2025, mientras Tokio dormía bajo un cielo plomizo, los funcionarios de prisiones se movían como sombras por los pasillos del centro de detención.

No hubo anuncios, ni cámaras, ni testigos. Así funciona la justicia en Japón: silenciosa como un asesino. Los condenados solo conocen su destino horas antes del final. Ni familiares ni abogados reciben aviso. El reloj marca las horas y los minutos que le quedan a un hombre para respirar. Amnistía Internacional lo llama crueldad institucionalizada, pero las voces de protesta se pierden en el vacío como gritos en una tormenta.

El Ministerio, en su comunicado oficial, habló de “conmoción y ansiedad social” y de “nueve valiosas vidas humanas” sacrificadas para los apetitos de un depredador. Palabras frías para describir el horror que se escondía en aquel apartamento de Zama. Mientras tanto, en las celdas de espera, otros 105 hombres y mujeres cuentan los días, sin saber cuál será el último. Cuarenta y nueve de ellos se aferran a expedientes judiciales como náufragos a tablas de madera, buscando grietas en el sistema que les permitan respirar un día más.

El caso Shiraishi dejó cicatrices en la sociedad digital. Twitter/X cambió sus algoritmos, sus políticas, sus entrañas. Como si pudieran programar la compasión o codificar la empatía. Pero el verdadero debate que recorre las calles de Tokio, desde los rascacielos de Shinjuku hasta los callejones de Asakusa, es sobre la muerte como justicia. El fantasma de Iwao Hakamada, el hombre que pasó seis décadas esperando una muerte que nunca llegó por un crimen que nunca cometió, se cierne sobre cada ejecución como una advertencia silenciosa.

La soga que acabó con la vida de Takahiro no solo ahorcó a un hombre. También estranguló preguntas que quedarán sin respuesta, enterradas junto a él en una tumba sin nombre.

Amnistía Internacional ha sido contundente en su rechazo a la pena de muerte en Japón, especialmente tras la reciente ejecución de Takahiro Shiraishi y la absolución de Iwao Hakamada, quien pasó décadas en el corredor de la muerte por un crimen que no cometió.

La organización calificó la ejecución de Shiraishi como “un cruel ataque al derecho a la vida y un importante retroceso para el historial de derechos humanos del país”. Amnistía subrayó que la absolución de Hakamada puso en evidencia la injusticia del sistema penal japonés y el uso de la pena capital, y lamentó que, en lugar de avanzar hacia reformas y mayor protección de los derechos humanos, el gobierno haya optado por reanudar las ejecuciones.

En sus declaraciones, Amnistía Internacional instó al gobierno japonés a abolir inmediatamente la pena de muerte, señalando que ha causado “violaciones irreparables de los derechos humanos y ha costado medio siglo de vida” en casos como el de Hakamada. Además, pidió una moratoria de las ejecuciones como primer paso hacia la abolición total, la revisión de las sentencias de condenados con trastornos mentales o discapacidades intelectuales, y una reforma profunda del sistema de justicia penal japonés.

La organización también denunció el secretismo que rodea las ejecuciones en Japón, donde los reos suelen ser notificados sólo unas horas antes de su muerte o incluso sin previo aviso, lo que aumenta la crueldad del proceso. Amnistía recordó que Japón permanece entre el reducido grupo de países que aún llevan a cabo ejecuciones, a pesar de que 113 países han abolido la pena de muerte por completo y más de 144 la han abandonado en la ley o en la práctica.

En resumen, Amnistía Internacional reitera su oposición absoluta a la pena de muerte en todos los casos y circunstancias, y exige al gobierno japonés que ponga fin a esta práctica y conmute todas las condenas a muerte por penas de prisión

La Unión Europea criticó públicamente la ejecución de Takahiro Shiraishi en Japón y pidió la abolición de la pena de muerte en el país. Tras la ejecución, la UE emitió un comunicado oficial en el que deploró la decisión del gobierno japonés y expresó su preocupación por los derechos humanos, reiterando su postura contraria a la pena capital en cualquier circunstancia.

La UE subrayó que la pena de muerte es inhumana y no tiene cabida en los sistemas de justicia modernos, solicitando a Japón que establezca una moratoria como primer paso hacia su abolición definitiva. Esta reacción se enmarca en la política histórica de la Unión Europea de rechazar la pena de muerte y promover su erradicación a nivel global

CONCLUSIONES:

El caso del “asesino de Twitter” es, ante todo, un recordatorio brutal de la soledad y la vulnerabilidad que pueden habitar detrás de una pantalla. Cada una de las víctimas —Akari, Hitomi, Mizuki, Kureha, Aiko, Natsumi, Hinako, Kazumi y Shogo— buscaba, en el fondo, ser escuchada, comprendida o simplemente acompañada en su dolor. La red social, que prometía conexión, se convirtió en una trampa letal donde la desesperanza fue cazada por la crueldad.

Este caso desnuda la fragilidad de los lazos humanos en la era digital: cómo el anonimato y la distancia pueden ser un refugio, pero también un riesgo mortal. Nos enfrenta a la urgencia de mirar más allá de los perfiles y los mensajes, de preguntarnos quién está realmente al otro lado y qué silencios cargan quienes escriben en la madrugada

La tragedia de Zama no solo es una crónica de horror, sino una súplica para que la empatía y la atención no se pierdan en el ruido de las redes. Que el recuerdo de estas nueve vidas —jóvenes, solitarias, valientes en su búsqueda de sentido— nos obligue a no mirar hacia otro lado cuando alguien, aunque sea en un post, pida ayuda. Porque, al final, la indiferencia puede ser tan letal como el propio asesino.

Enlaces:
Fuentes:

https://www.minutoneuquen.com/nacionales/2025/6/28/japon-ejecuto-takahiro-shiraishi-el-asesino-de-twitter-corto-una-racha-de-casi-tres-anos-sin-ejecuciones-388793.htmlhttps://heraldodemexico.com.mx/mundo/2023/7/16/detras-del-asesino-de-twitter-contacto-mato-mujeres-fue-sentenciado-la-horca-522544.html

https://es.wikipedia.org/wiki/Takahiro_Shiraishi

https://www.lavanguardia.com/internacional/20250627/10835292/japon-ahorca-asesino-twitter.html




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