William Heirens, el asesino del lápiz de labios



Chicago, años 40. Una ciudad sumida en el miedo, marcada por la presencia de un monstruo invisible que firmaba sus crímenes con un mensaje escalofriante escrito con lápiz labial


William Heirens, un joven atrapado en una pesadilla judicial, pasó más de seis décadas tras las rejas, entre la oscuridad de una confesión que luego calificó de mentira forzada y la lucha tenaz por demostrar su inocencia. 

Pero, ¿fue realmente él el culpable o tan solo la pieza de un sistema que necesitaba cerrar un caso a cualquier precio? En este caso, la verdad no es tan simple y se mantiene oculta en las sombras, aguardando ser descubierta.


La vida de Bill Heirens comenzó envuelta en un silencio áspero, de esos que pesan más que los gritos. Nació el 15 de noviembre de 1928 en un hogar donde el dinero nunca alcanzaba y la felicidad era un huésped inexistente. Sus padres compartían más deudas que sonrisas, y cada jornada se debatía entre la rutina de un salario insuficiente y la amarga costumbre de esquivar la penuria. 


En las esquinas de Chicago, las boleras y las mesas de billar se convertían en refugio para un hombre cansado de cargar con la responsabilidad de un hogar que ya se desmoronaba. Aquel niño crecería rodeado de paredes húmedas, discusiones soterradas y un vacío económico que pronto moldearía su carácter.


El futuro ya estaba escrito entre esas grietas familiares: la pobreza no solo recortaba oportunidades, también sembraba resentimiento, y en su vida, ese resentimiento pronto se uniría a algo mucho más oscuro.


La infancia de Bill, inquieto y fantasioso, transcurría en medio de una tranquilidad engañosa. Mientras su madre amasaba pan para otros, él y su hermano Jere convertían el hogar en un laboratorio del caos. Niñeras derrotadas por su ingenio y tardes que ardían más allá de lo permitido: cortinas chamuscadas, alfombras heridas por la ciencia mal calculada, ecos silenciosos de una casa donde cada experimento significaba una nueva oportunidad para traspasar los límites.


Pero el verdadero peligro era la mente de Bill, nunca quieta, siempre imaginando. Una tarde,  subió hasta la cima del garaje, brazos enfundados en cartón, encaramado como un pequeño Pegaso al filo de su propio abismo, mirando el vacío con la temeridad de quien sueña con despegar los pies de la tierra.


Entre el susto y la preocupación, su madre gritó desde abajo, arrancándolo del vacío, devolviéndolo a los pasillos estrechos de la rutina “Serás ingeniero o serás una desgracia”, pensó para sí, mientras el niño volvía, desanimado, a los juegos terrenales.


El barrio podía dormir tranquilo… por ahora. Porque el verdadero vuelo de Bill apenas había comenzado, y sus alas, aunque hechas de cartón, ya buscaban otros cielos más oscuros y peligrosos.


Los amigos de Bill lo recordaban como un niño cuya curiosidad no conocía límites. Horas y horas jugando con juegos de química que desafiaban la paciencia de cualquiera, ese chico solitario que desmontaba relojes viejos solo para descubrir los secretos que escondían y luego volver a armarlos. No era raro encontrarlo encerrado en su pequeño taller, sus manos tan hábiles como pacientes moldeando piezas o retocando modelos de aviones que parecía crear con una precisión quirúrgica.


Su madre también guardaba un recuerdo nítido de aquel pequeño inventor. “Le fascinaba trabajar con cosas mecánicas y dibujar planos. Sus dibujos de aviones y barcos eran tan detallados que varios amigos pensaban que estaba destinado a grandes cosas”. En medio de aquella inquietud mecánica y artística, Bill tejía las primeras piezas de la mente meticulosa que luego sorprendería — y horrorizaria — a todos.


Tenía ese brillo en los ojos de quien quiere entender cómo funciona el mundo, aunque para él el mundo funcionara a golpes y silencios. 


Porque mientras el soñaba con motores y alas, su hogar se desmoronaba. El dinero seguía siendo el diablo que vivía bajo su techo. Las discusiones entre Margaret y George pasaron de los susurros en la cocina a las peleas abiertas, y el sonido de los objetos cayendo se volvió más frecuente que el de las risas.


Su hermano, Jere, aprendió a sobrevivir entre el ruido; Bill, en cambio, eligió huir. Se escapaba por las calles de Chicago, dejando detrás los ecos de los platos rotos y las palabras hirientes. Caminaba sin rumbo, observando los escaparates, probando puertas, soñando con tener algo que no fuera suyo. Fue entonces cuando la curiosidad se transformó en impulso, y el impulso en delito.

Entre la penumbra de los callejones, aquel niño que un día soñó con construir aviones empezó a aprender el arte de forzar cerraduras. La necesidad se mezcló con la adrenalina, y el pequeño prodigio de manos precisas encontró un nuevo uso para su talento.


Sus caminatas nocturnas ya no terminaban en parques ni en esquinas desiertas, sino en las sombras tras las ventanas ajenas. Robaba casas, apartamentos, tiendas… lo que se cruzara en su camino. No por necesidad, no por hambre, sino por algo más profundo, más oscuro.

Para él, entrar en una casa cerrada era como abrir un reloj y desarmar su mecanismo: precisión, riesgo y un pulso contenido. El peligro lo electrificaba, era un alivio frente al ruido ensordecedor de su hogar. Cada cerradura que cedía ante sus manos finas y seguras se convertía en una válvula de escape donde el mundo finalmente guardaba silencio.


No buscaba dinero. Nunca lo movió la codicia. Las cámaras, radios o joyas que tomaba eran trofeos sin valor, objetos huérfanos de sentido. No conocía a ningún intermediario con quien venderlos, ni lo habría hecho de saberlo. Su recompensa era otra: la sensación. Ese instante de poder absoluto cuando el miedo se transformaba en calma, cuando el corazón desbocado encontraba ritmo en la oscuridad.

Aquellos robos eran su refugio, su anestesia. En cada irrupción encontraba una suerte de abrazo invisible, un consuelo retorcido que solo comprendían quienes habitaban su soledad. Pero lo que comenzó como un juego de adrenalina, pronto se convertiría en un hábito, y luego en una adicción. Una que lo arrastraría, con la precisión de un reloj roto, hacia su irreversible destino.


El primer robo de Bill Heirens no nació del deseo, sino del miedo. Tenía apenas doce años y repartía pedidos para un pequeño tendero del vecindario, un hombre que confiaba en él por su seriedad y su mirada tranquila. Aquella tarde, mientras entregaba víveres a una clienta habitual, notó el error demasiado tarde: el cambio no cuadraba, faltaba un dólar. Un simple billete, pero para el joven Bill era una sentencia.


El sudor le recorrió la espalda. Sabía que su jefe vigilaba cada centavo con celo, que no toleraba fallos. La idea de perder ese trabajo —uno de los pocos escapes que tenía de la casa donde los gritos nunca cesaban— lo aterrorizó.


Mientras subía el siguiente piso de aquel edificio de apartamentos, su mente se debatía entre el arrepentimiento y el pánico. Y entonces lo vio: sobre una mesa, unos billetes sueltos, desordenados, sin dueño a la vista.

Fue un acto casi automático. Alargó la mano y tomó uno. Solo un dólar, el mismo que había perdido. Pero al cerrarse la puerta tras él, algo cambió. El miedo se transformó en alivio… y el alivio, en algo más. Un leve zumbido en el pecho, una corriente invisible subiendo por el cuerpo. Era placer. Un placer desconocido que se mezclaba con la culpa, como un veneno dulce.


Esa pequeña acción —un gesto de supervivencia— se convirtió en la grieta por la que se coló su destino. Bill no lo sabía entonces, pero aquel billete sería el primero de muchos, el preludio de una vida vivida en la delgada frontera entre la necesidad y la obsesión.


El invierno era su aliado. El sabía que la oscuridad caía temprano y con ella venía el silencio que necesitaba para moverse. Entre las cinco y las seis de la tarde, cuando el día aún conservaba el eco de actividad y las calles se disfrazaban de tranquilidad, salía a cazar. No buscaba presas humanas, sino hogares desprevenidos.


La zona de la orilla del lago era su terreno favorito. El agua cerrada y helada parecía guardar sus secretos, igual que él guardaba los suyos. Caminaba despacio alrededor de los edificios, como un vecino más, observando las ventanas con la paciencia de un relojero. No necesitaba prisa: cada cortina corrida, cada luz apagada era una pista.


Su ritual comenzaba con una llamada al timbre delantero. Si la casa estaba viva, alguien respondería; si no, la muerte del sonido le indicaba que estaba listo para entrar. Rodeaba la vivienda, aferrándose a las sombras, hasta llegar a la puerta trasera. Allí, la ventana del porche era su invitación. Un golpe certero, un movimiento rápido y estaba dentro.


Antes de moverse por el interior, aseguraba su terreno. Encadenaba, una o dos veces, la puerta principal de la casa. No era para evitar que lo descubrieran desde fuera, sino para asegurarse de que nadie lo sorprendiera dentro. El ruido de una cadena moviéndose era su alarma privada, un aviso que le permitiría escapar antes de ver el rostro del dueño.


Así, pieza por pieza, construía cada robo como un mecanismo perfecto: discreto, calculado, casi artesanal. Su modus operandi no era solo técnica, sino un baile silencioso con la oscuridad. Porque para él, cada llave girada y cada cerradura forzada eran notas en una melodía secreta que solo él sabía interpretar.  

Dentro, se movía como un fantasma: pasos medidos, respiración controlada. 


Cuando el invierno se iba y Chicago respiraba a fuego lento, Bill cambiaba de piel. El aire denso del verano traía consigo nuevas oportunidades, distintas reglas. Ya no eran las casas oscuras de los barrios tranquilos su objetivo, sino los bloques de apartamentos, donde el anonimato era moneda corriente.


En verano el calor hacía que la gente bajara la guardia. Era una época en la que las puertas quedaban entreabiertas, buscando atrapar una brisa que casi nunca llegaba. En esa confianza ingenua encontró su escenario perfecto.


Se mezclaba con los inquilinos, tocaba el timbre de entrada con naturalidad y caminaba por los pasillos al azar, dejando que el destino eligiera por él. Un vistazo rápido bastaba: una cartera sobre la mesa, una radio, un reloj… pequeños destellos de tentación. Si el lugar parecía vacío, entraba sin dudar. Nadie sospechaba del joven tranquilo que pasaba por el pasillo con las manos en los bolsillos y la mirada serena.


Las escaleras de incendios eran su último recurso. Sabía que aquellas estructuras metálicas, colgadas entre el cielo y el asfalto, eran trampas de exposición: demasiado visibles, demasiado riesgosas. Prefería el sigilo de los pasillos, el olor tibio del polvo y las paredes cargadas de historias.

Así se movía durante los veranos de su juventud: entre puertas abiertas y respiraciones dormidas, alimentando una necesidad que ya no era solo de emoción, sino de hábito. Un hábito que, con el tiempo, dejaría de ser robo para convertirse en destino.


La ciudad nunca supo qué guardaban esas maderas viejas en lo alto de un bloque de apartamentos, pero para Bill aquel cobertizo era más que un escondite: era su museo privado. Allí, lejos de miradas curiosas, fue acumulando un tesoro oscuro que crecía con cada incursión nocturna.


En poco tiempo, el espacio comenzó a llenarse: abrigos de  piel que retenían el perfume de desconocidas, trajes de hombre, radios con el susurro de estática, utensilios que hablaban de vidas cotidianas y, sobre todo, armas. Bill sentía una fascinación especial por ellas. No era de extrañar: su padre, le había enseñado a respetar y examinar esos objetos con la curiosidad de un relojero. Le atraía su maquinaria, la forma en que piezas aparentemente inútiles podían matar.

En aquellos días, muchas casas guardaban un arma. Bill las encontraba en escritorios de comedor, en las cómodas del dormitorio, a veces envueltas en paños como si quisieran ocultar su verdadero propósito. Y las robaba. No por disparar, sino por poseer, por entender su ingeniería.


Pero a los trece años, su fascinación por el metal le tendió una trampa. Entre sus manos apareció una pistola automática calibre .25 robada, y con él vino su primer encuentro con la ley. No fue un robo cualquiera lo que lo marcó, sino un arma fría, pequeña, que abrió de golpe la puerta hacia el mundo de los expedientes policiales.


Era una tarde cualquiera cuando un agente vio a un adolescente de mirada esquiva sentado en un banco del parque. Algo en su postura, en la forma nerviosa de sus manos, le despertó sospechas. Se acercó, lo interrogó y procedió a registrarlo. El frío del metal respondió antes que el propio Bill: un automático calibre .25 descansaba en su bolsillo.


—Lo encontré en el suelo —balbuceó Bill, intentando que su voz sonara convincente.

Pero el oficial no mordió el anzuelo. Lo llevó directo a casa, donde quedó encerrado hasta su audiencia, programada para tres semanas después. El tiempo entre cuatro paredes fue suficiente para que la presión hiciera su trabajo. Bill confesó once robos y guió a la policía hasta su escondite en la azotea, donde la luz reveló todo aquel botín acumulado: pieles, trajes, radios, armas… todas las huellas de su doble vida.


El tribunal de menores no fue clemente. Su condena lo llevó a la Escuela Gibault, un centro católico de internamiento para chicos problemáticos en Indiana. Allí, sus días se llenaron de rezos, disciplina y paredes que olían a redención forzada.


Liberado en junio, volvió a las calles, y con ellas regresó su obsesión. Robar ya no era una tentación: era una necesidad grabada en sus nervios. No importaba que supiera que estaba mal, las emociones que le traía eran un látigo y un consuelo al mismo tiempo.


Su siguiente caída llegó en el Hotel Rogers Park. Lo capturaron por merodear en sus pasillos y le encontraron una llave de la puerta principal de otro hotel al final de la calle. En comisaría, un agente lo golpeó durante el interrogatorio. El dolor no lo hizo rebelarse. Era consciente que se merecía aquel castigo, llegó a confesarle a su madre más tarde.


Esta vez, el juez decidió enviarlo a un centro de detención dirigido por monjes benedictinos en la ribera del río Illinois. Entre hábitos y campanas, Bill sorprendió a todos: consiguió las mejores calificaciones y participó en las actividades deportivas. Pero bajo aquella fachada de alumno ejemplar, las sombras seguían intactas, esperando su momento para volver a reclamarlo.


Bill parecía haberse reinventado. Aplicado, disciplinado y sorprendentemente brillante, superaba a sus compañeros con un promedio académico tan alto que los sacerdotes vieron en él una promesa. Le recomendaron presentarse a una prueba de admisión para un ambicioso programa de aprendizaje en la Universidad de Chicago. Era un salto inmenso para un chico con su historial.


Poco antes de abandonar el centro, recibió la noticia: había sido aceptado. Iniciaría las clases en otoño de 1944, saltándose completamente su último año de secundaria. Tenía solo dieciséis años y, por primera vez, su futuro parecía girar hacia la luz. Sus profesores estaban orgullosos. Pero quien se aferró a esa esperanza con más fuerza fue su madre, convencida de que su hijo, aquel niño que antes robaba relojes y armas, al fin había vencido sus demonios.


Sin embargo, Bill nunca había aprendido del todo el mandamiento más sencillo: no robarás. Había memorizado las oraciones de los monjes, pero no sus virtudes. Mientras él estudiaba, sus padres alquilaron una vieja casa de madera en Lincolnwood, un tranquilo suburbio con jardines amplios y calles casi rurales. Margaret creía que un nuevo entorno, lejos del ruido de Chicago, sería la llave para una vida mejor.


Al principio, pareció funcionar. Bill caminaba por los campos cercanos, respirando aire limpio, observando los árboles donde antes vigilaba ventanas. Pero la calma era solo un disfraz. El silencio de aquella vida familiar todavía estaba lleno de grietas, y sus padres, como siempre, destruían la paz con sus discusiones constantes.


Así que Bill regresó a su único refugio verdadero: la oscuridad. Robar volvió a ser su anestesia, su manera de escapar de un hogar que nunca dejó de sofocarlo. Cada robo era una fantasía, un sueño de libertad en movimiento. Como un viajero en una carretera infinita, encontraba en el delito la ilusión de estar eligiendo su propio destino, aunque en realidad ya estuviera perdido dentro de él.


De pronto, el riesgo comenzó a excitarlo más que el botín. En uno de esos allanamientos, la suerte lo traicionó. Verónica Hudzinski, una joven de diecinueve años, lo sorprendió entre las sombras. Dos disparos en el hombro fueron su respuesta, secos, inmediatos. La dejó tirada mientras huía, con el corazón latiéndole como un tambor tribal bajo el pecho.


Días más tarde, otra víctima: Evelyn Peterson, una enfermera. Entró en su vivienda como un espectro y la atacó con una barra de metal. Golpes certeros, fríos, casi metódicos. Después la ató con un cable, de pies y manos, y observó lo que había hecho con la mirada del que contempla una obra retorcida y propia. Aquella noche, Heirens no robó nada. Solo disfrutó.


A los dieciséis años, caminaba por los pasillos de la Universidad de Chicago, un prodigio precoz especializado en ingeniería eléctrica. Al principio, seguía un ritmo disciplinado: su padre lo llevaba y lo recogía cada día desde las acerías hasta Hyde Park. Pero el tiempo y el cansancio terminaron por romper aquella rutina familiar. Bill decidió instalarse en Gates Hall, el dormitorio universitario cercano a sus clases.


El problema era el dinero. Sus padres no podían costear los gastos y Bill debía valerse por sí mismo. Aceptó todo trabajo que se cruzó en su camino: algunas noches las pasaba como portero en el majestuoso Orchestra Hall del centro de Chicago; otras, como ayudante en la universidad. Parecía haber dejado atrás al niño de los robos. Por un tiempo, lo logró.


Pero nada duerme para siempre. En su segundo año, las calificaciones comenzaron a flaquear. Las chicas habían entrado en escena y él, con su sonrisa fácil y el cabello oscuro cuidadosamente peinado, no tardó en convertirse en un rostro conocido en los bailes y cafeterías del campus. Su preferida era JoAnn Slama, una rubia inteligente y risueña. Cuando no estaba con ella, pasaba las noches discutiendo filosofía con su compañero de cuarto, Joe Costello, o jugando a las cartas hasta el amanecer.


Sin embargo, bajo esa fachada de vida universitaria, los viejos hábitos seguían respirando. Los robos nunca cesaron. Eran, como él mismo admitiría después, una forma de “mantener el equilibrio”. En teoría, robaba para cubrir gastos; en verdad, era incapaz de vivir sin la emoción que le proporcionaba el delito. Entre clases y citas, irrumpía en viviendas cercanas, apartamentos y hoteles de la zona del campus, siempre con la misma precisión metódica.


El botín lo guardaba en lugares exactos, como piezas en un tablero de ingeniería: carteras, bolsos, joyas, bonos de ahorro. De hecho, consiguió lo suficiente como para comprar dos bonos de ahorro de 500 dólares con su nombre. Pero los verdaderos tesoros eran otros: bonos de guerra robados por valor de 7000 dolares, que él mismo modificaba con bisturís quirúrgicos hasta borrar los nombres de sus dueños. Aquellas herramientas, finas y brillantes, compartían espacio con los restos de su doble vida: escondidas en una vieja maleta bajo su cama del dormitorio, junto a los recuerdos de aquello que aún lo encadenaba al crimen.


El joven promesa de la ingeniería eléctrica estaba construyendo, sin saberlo, el circuito perfecto de su propia ruina: alimentado por deseo, riesgo y oscuridad.


Chicago, junio de 1945.

El calor se pegaba a las paredes como una segunda piel, y la noche olía a sudor, miedo y promesas rotas. Fue entonces cuando cruzó la línea invisible que separa al ladrón del asesino. No fue un salto, sino un desliz silencioso hacia el infierno.

Aquella madrugada, había probado suerte en dos pisos sin éxito. Cerraduras firmes, vecinos alertas, demasiadas luces encendidas. Pero el tercero… el tercero fue distinto.


El apartamento de Josephine Ross parecía susurrarle desde la penumbra. Una mujer viuda, sola, dormida mientras el mundo seguía girando afuera. Alguien forzó la ventana con la precisión de quien ya no siente nervios ni culpa.


Josephine despertó entre sombras, con un ladrido lejano y un desconocido respirando su mismo aire. Trató de gritar, pero el tiempo se contrajo en un instante de caos. El, acorralado por su propio temblor, sacó la navaja como quien obedece una voz interior que lo empuja al abismo. Hubo un forcejeo torpe, sucio, y luego el brillo de la hoja perdió su inocencia. La garganta. El cuello. Varias veces.


Cuando el silencio regresó, ella ya no respiraba. El intruso la observó un segundo, intentando comprender lo que acababa de hacer. Entonces tomó el camisón de la mujer y, casi con un gesto automático, lo enroscó alrededor del cuello, como si un lazo pudiera borrar la violencia. Robó unas pocas pertenencias, limpió lo que pudo —las huellas, la sangre, los rastros del miedo—, y se marchó por donde había entrado.


Horas más tarde, la hija de Josephine abriría la puerta de casa sin saber que estaba entrando en un infierno doméstico. La encontró sobre la cama, desnuda. Solo la quietud del cuerpo, el aire denso de la habitación y el primer eco de un asesino que aún no sabía que lo era.


Era 10 de diciembre de 1945, y el aire olía a humo, a metal, a pecado. En el hotel residencia de Pine Grove Avenue, las luces parpadeaban tras las cortinas como si quisieran esconder un secreto. Una silueta se movía entre sombras, ascendiendo por la escalera de incendios hasta el sexto piso. Subió sin prisa, con esa calma tensa que precede a la desgracia.


Una ventana entreabierta le dio la bienvenida. Dentro, el silencio era cómplice. Rebuscó en los cajones con dedos ansiosos, buscando joyas, billetes, y sobre todo aquello que lo consumía: la ropa interior femenina. Era su fetiche, su desahogo. Pero en ese cuarto, alguien más respiraba.


Frances Brown, exmarine, estaba en el baño, la radio encendida y el vapor empañando el espejo. Escuchó el ruido, el crujir de un cajón abierto, y salió sin imaginar el infierno que la esperaba. En la penumbra, se encontró cara a cara con el intruso. Hubo un intento de resistencia, pero la fuerza del hombre se impuso. Los golpes llegaron primero, las cuchilladas después. El resto fue silencio.  


La escena recordaba a su crimen anterior: el mismo orden falso, la misma calma muerta después del desastre. El asesino volvió a limpiar la habitación con la meticulosidad de un fantasma, borrando huellas, moviendo objetos, intentando reescribir la historia con trapos y sudor. Pero esta vez dejó algo atrás, un rasgo de humanidad o de locura.


Del bolso de Frances tomó un pintalabios rojo. Se acercó a la pared y escribió con trazo tembloroso, como si cada palabra fuera una súplica: “Por el amor de Dios, atrápenme antes de que vuelva a matar. No me puedo controlar.”  


Aquella frase, nacida entre el remordimiento y la provocación, incendió los titulares. La ciudad entera habló del , el Asesino del Pintalabios. 

Tres semanas más tarde, el horror volvió a despertar, esta vez junto al lago Michigan.  

En una tranquila zona residencial, donde las luces se apagaban temprano y los niños soñaban sin miedo, Alguien observaba un edificio de tres plantas. En el tercero, una terraza abierta, una ventana mal cerrada, una oportunidad que no podía resistir. Trepó con cautela, como si ascendiera hacia su propio destino, y forzó la entrada con la práctica de quien ya ha hecho eso demasiadas veces.


Dentro, el silencio tenía forma de inocencia. Era el dormitorio de Suzanne Degnan, una niña de apenas seis años. La luna bañaba las cortinas con un resplandor azul, y el reloj marcaba la hora en que la ciudad duerme más profundamente. Avanzó despacio, respirando aquel aire de pureza que no le pertenecía, sin saber que estaba a punto de cruzar un límite del que no habría regreso posible. 


La linterna cortó la oscuridad como una daga.  

El haz de luz se movió entre juguetes, sombras y silencio… hasta que chocó con un rostro diminuto. Suzanne lo miraba, inmóvil, con los ojos desbordados de miedo. En ese instante, algo se quebró dentro de el. No fue decisión ni impulso, sino esa inercia ciega que lo había dominado antes. Las manos se adelantaron al pensamiento, rodearon el cuello de la niña y apretaron. La habitación se llenó de un silencio espeso, el mismo que sigue a un trueno.


Cuando la vida abandonó el cuerpo, la observó largo rato, como si tratara de convencer al mundo —o a sí mismo— de que aquello no había ocurrido. Le colocó un pañuelo en la boca, la tomó en brazos y descendió por la escalera envuelto en sombra. Nadie lo vio. Nadie escuchó el paso de un asesino que cargaba con la inocencia del mundo entero.


En el sótano, la oscuridad lo esperaba. Allí terminó lo que había empezado, intentando borrar el crimen con una frialdad que ya era parte de él. Descuartizó el cuerpo, envolvió los restos en bolsas distintas, y salió al amanecer para mezclarse entre los edificios de Chicago. 


Durante horas, merodeó por las calles, arrojando cada bolsa a diferentes alcantarillas como si esparciera fragmentos de un secreto que jamás debía contarse.

La ciudad amaneció tranquila, ignorante. Pero bajo sus calles, dormía el horror.


Cuando terminó, regresó al sótano. Borró a conciencia cada mancha, cada milímetro de sangre, como si aún creyera en la limpieza después del crimen. Antes de marcharse, subió de nuevo al dormitorio de Suzanne. Allí, entre sábanas arrugadas y ositos de peluche, dejó una nota de rescate garabateada con prisa y cálculo:  


“Consiga 20.000 dólares en billetes de cinco y diez y espere noticias. No llame a la policía ni al FBI. Queme esto si no quiere que le pase nada a la niña.”


El amanecer trajo consigo la tragedia. El padre de la pequeña entró a la habitación esperando la rutina de siempre, pero tropezó con el abismo: la cama vacía y ese papel escrito con la frialdad de un carnicero. El pánico reventó las paredes de la casa. Muy pronto, más de cien policías peinaban las calles, llamando a la niña por su nombre y revisando cada rincón oscuro de la ciudad. La familia, destrozada, suplicaba por la vida de Suzanne, llorando entre la esperanza y la fatalidad.


Pero la esperanza se marchitó pronto. Esa misma tarde, dos detectives, guiados por la intuición y el olor de la descomposición, encontraron la cabeza de la niña en el interior de una alcantarilla. Chicago se estremeció. La noticia corrió como pólvora; los periódicos llenaron sus portadas con el llanto de una ciudad rota y un apodo que ya era leyenda: el asesino del pintalabios. Desde ese instante, la ciudad volvió la mirada hacia sus entrañas.  


La búsqueda se trasladó al subsuelo, a ese laberinto húmedo y oscuro donde solo se mueve el silencio. Las alcantarillas se convirtieron en escenario y tumba. Poco a poco, los policías fueron rescatando, uno tras otro, los restos de la niña: pedazos de inocencia y horror envueltos en bolsas anónimas.


La presión fue insoportable. Chicago ya no dormía; la histeria crecía con cada huella y cada noticia. El asesino del pintalabios tenía rostro de humo y pasos sigilosos. Había que atraparlo a cualquier precio.

Pero fueron los detalles los que acabaron por iluminar las sombras: unas pequeñas partículas de carbón encontradas en el pelo de Suzanne. Las autoridades comprendieron que la niña había pasado sus últimos minutos en un sótano, un lugar donde el polvo negro se pegaba a la piel y al terror. El rastreo fue meticuloso y frenético hasta dar con el sitio.


En ese sótano, el aire era irrespirable. Encontraron sangre en la carbonera, trozos de carne humana pegados al desagüe y cabellos rubios pegados a las tuberías. Ningún policía necesitó más pruebas: estaban de pie sobre la escena del crimen, el último refugio del monstruo que había convertido el miedo en rutina.


La nota de rescate era una pista envenenada.  

La policía la tomó casi con guantes de seda, sabiéndola clave en ese rompecabezas de horror. La enviaron al FBI con la esperanza de que las máquinas, los perfiles y los listados obraran el milagro. Hallaron lo que buscaban: la huella de un meñique izquierdo y parte de una palma, impresas en el papel. Pero el sistema devolvió solo silencio; nadie en la base de datos coincidía con aquel fantasma.


Aun así, la nota hablaba.  

Tres faltas de ortografía saltaban de la página con el descaro de una firma. Era el sello de un criminal con estudios limitados, alguien a quien las letras le quedaban grandes y turbias.


La letra, además, era angulosa, confusa, cargada de torpeza pero dotada de un pulso único. Los expertos lo supieron de inmediato: no era la primera vez que el monstruo escribía a la policía.

Cuando compararon el trazo de ese mensaje con el del pintalabios hallado en el hotel, no hubo dudas: el destino les había dado dos fragmentos del mismo puzle. El asesino del pintalabios existía, y era un hombre que suplicaba, desafiaba y mataba con la misma mano.


En medio de la cacería, Bill seguía moviéndose como un espectro entre las sombras del vecindario. No hubo redención ni pausa; la compulsión era una marea lenta, irresistible. Incluso después del crimen de Suzanne, regresó una y otra vez al mismo barrio, colándose en casas ajenas con la destreza de quien ya no teme ser descubierto.


El vecindario donde vivía la pequeña se convirtió en su terreno de caza y obsesión. Las noches eran suyas, pobladas de silencios rotos por el crujir de escaleras y el tintineo furtivo de llaves robadas. Mientras la policía redoblaba esfuerzos rastreando cualquier indicio, el continuaba experimentando el vértigo del peligro: en cada vivienda que allanaba, el placer del robo se mezclaba con la sombra de sus crímenes mayores.


Lo que ignoraba era que el cerco policial se iba estrechando. Con cada allanamiento, las sospechas crecían y los indicios se acumulaban, preparando el destino al que ningún criminal escapa: el instante en que todos los secretos salen a la luz y la ciudad deja de temblar para clamar justicia.


En la sofocante tarde del miércoles 26 de junio de 1946, Bill salió con la intención de cobrar unos bonos de ahorro para cubrir sus deudas universitarias y verse con JoAnn Slama. Ocultaba en su abrigo un revólver de bolsillo, aunque más por seguridad que por convicción de que funcionara. Al llegar a la oficina de correos en Skokie, la encontró cerrada y, frustrado, decidió recurrir al único recurso que conocía bien: el robo.


Se dirigió a los apartamentos Wayne Manor en Wayne Avenue, un lugar que conocía al dedillo y que había visitado varias veces para robar. Al entrar, subió en ascensor y caminó por los pasillos hasta encontrar una puerta abierta, como era costumbre.


En el tercer piso halló la puerta abierta que siempre buscaba. Desde el umbral, su mirada de ladrón entrenado localizó al instante una cartera, descuidada sobre un armario. La sala de estar estaba vacía y el silencio lo invitaba a moverse rápido. Se deslizó adentro, contuvo el aliento y estiró la mano. Justo cuando sus dedos rozaron el objeto, un grito lo hirió como una navaja: el vecino de al lado lo había visto todo, testigo incómodo de su sigilo.


Bill se quedó helado apenas un instante y luego saltó como una liebre asustada. Salió derrapando hacia la escalera, los nervios zumbando más fuerte que nunca. Tras de él, oyó el estrépito de pasos, puertas abriéndose, voces que subían en la adrenalina de la persecución.


Corrió por el pasillo, bajó de tres en tres los peldaños, y no dejó de huir hasta perderse entre las calles. Doblando la primera intersección a ciegas, se lanzó en carrera por una pasarela privada, el corazón todavía martillando. Fue sólo entonces, cuando creyó—o quiso creer—que había despistado a quienes lo seguían, que se permitió respirar.


Sin embargo, aún perseguido por el miedo, buscó altura y  divisó en la jungla urbana. Trepó a la escalera de incendios de madera detrás de 1320 Farwell Avenue para echar un vistazo al callejón y asegurarse de que nadie lo perseguía. Pero no contaba con la mirada de la Sra. Willett, una inquilina hastiada por el calor, que al ver al joven nervioso y desencajado no lo dudó: telefoneó a la policía. El cerco sobre Bill Heirens acababa de cerrarse, y su destino ya era el de un protagonista condenado de su propia novela negra.


Los oficiales Tiffin Constant y William Owens fueron los primeros en responder a la llamada en Farwell Avenue. Cuando Bill los vio acercándose por el patio, intentó escapar, pero pronto notó que los agentes habían bloqueado ambos extremos de la escalera de incendios. Sabía que estaba atrapado; no había forma segura de bajar.


Ambos policías se le acercaron desde lados opuestos, y Bill, frustrado y desesperado, empuñó el arma y rodó hacia el oficial más cercano, Constant. En el forcejeo, el policía intentó sujetarlo, pero Bill logró zafarse, lo que desencadenó una intensa lucha.

En ese momento, un patrullero fuera de servicio Abner Cunningham, que había presenciado el enfrentamiento, intervino. Había visto a Heirens apuntar el arma y, actuando con rapidez y furia, agarró tres macetas de arcilla y las arrojó, una tras otra, sobre la cabeza de Bill. La sucesión rítmica y violenta de los golpes terminó con la resistencia de Heirens.


Este arresto caótico, marcado por la violencia, fue el final abrupto de la vida libre de Bill Heirens y el inicio de uno de los casos criminales más famosos y controvertidos de Chicago.


Tras su arresto, Bill Heirens fue trasladado al hospital Bridewell, anexo a la Cárcel del Condado de Cook, donde despertó vendado, atado y bajo un estado de semi incosciencia De inmediato comenzaron los interrogatorios: oficiales entrando y saliendo de la habitación, voces acusadoras y presión constante para que confesara no solo robos, sino el brutal asesinato de la niña Suzanne Degnan.


Durante seis días, fue golpeado, privado de comida y sueño, y privado de toda comunicación con sus padres y de su derecho a abogado. Policías lo presionaban para que admitiera ser culpable; en algún momento, incluso uno le asestó un fuerte golpe en los testículos, provocándole casi el vómito. Le tomaron las huellas, mientras él apenas estaba consciente


El ambiente era de tortura física y psicológica. Heirens fue atado a su cama, sometido a turnos de interrogadores que le hacían las mismas preguntas, aumentando la agresividad física. Los oficiales le acusaban, le insultaban y requerían sin tregua una confesión. El trato se volvía especialmente violento cada vez que intentaba protestar por su inocencia o resistirse a las acusaciones.


Parte de los métodos incluyó la administración forzada de pentotal sódico (“suero de la verdad”) por psiquiatras, sin autorización judicial ni consentimiento familiar.  Bill Heirens, atado y con la mente nublada por el pentotal sódico, susurró sobre una sombra que vivía en su interior, un extraño álter ego llamado “George”. George era el reverso tenebroso de su alma, un espectro implacable, sin conciencia, que cometía crímenes que el “verdadero” Bill no podía aceptar. Como el Edward Hyde que acechaba detrás del respetable Dr. Jekyll en la novela de Stevenson, George emergía cuando las sombras caían y se convertía en la mano asesina y ladrona.


Bajo el frío influjo de aquel “suero de la verdad”, Heirens confesaba historias de George, describiéndole como un ser que lo arrastraba a merodear por las noches, a robar por puro placer y a matar “como una cobra” cuando se sentía acorralado. Para Heirens, George era un invento, un amigo imaginario adulto que le permitía dividir su imagen: el muchacho brillante, estudiante modelo y novio atento de día, y el criminal despiadado de la noche.


Sin embargo, aquella confesión forzada era materia de sospecha para las autoridades, quienes creían que simplemente Heirens buscaba construir una defensa de demencia. El nombre críptico “Murman” que pronunció, pronto se transformó en los titulares sensacionalistas: “Murder Man”, el “Hombre Asesino”.


Lo que sucedió en esa habitación de interrogatorio, envuelto en sombras, miedo y suero, sigue siendo un misterio. No existen registros completos ni transcripciones públicas de esa entrevista, y muchos creen que aquello fue un acto de manipulación dolorosa y desesperada. Los ecos de aquella dualidad —George y Bill— siguen resonando en la historia como un oscuro reflejo de cómo la mente puede robarse a sí misma y convertir el terror interno en una leyenda de horror real.


La orden para usar el pentotal sódico le fue atribuida al fiscal William Tuohy, aunque la secuencia de hechos es confusa y contradictoria. Los médicos afirmaron que la prueba fue solicitada por Tuohy, quien inicialmente declaró haber visto la transcripción pero que no estaba lista para hacerse pública. Más tarde, negó tener conocimiento del examen y afirmó no haber estado presente en la entrevista, aunque testigos aseguran que sí estuvo muy involucrado.


Sobre el pentotal sódico, expertos en psiquiatría han explicado que las respuestas bajo su efecto pueden ser fácilmente sugeridas mediante preguntas formuladas de forma sutil y estratégica. El fármaco penetra en el subconsciente y puede hacer que el sujeto exprese como verdad aquello que previamente se le ha insinuado. Un psiquiatra ilustró el mecanismo con el ejemplo del “tío de un mono”: si reiteradamente se le pregunta a alguien si es “tío de un mono” y luego se le administra el suero, es probable que tome esa afirmación como cierta y la confiese.


Además, la transcripción de la famosa entrevista con Heirens desapareció y nunca se hizo pública. Esta falta de documentación real deja el episodio en un campo especulativo difícil de defender o argumentar con certeza. En 1952, el Dr. Roy Grinker admitió públicamente que, a pesar de las alusiones al alter ego “George”, Heirens nunca se involucró directamente en los crímenes durante la entrevista bajo su influencia.


Este episodio forma parte del entramado de polémicas y dudas que rodean la verdad sobre el caso de Bill Heirens y la validez de las confesiones obtenidas bajo coacción y técnicas cuestionables.


Inmediatamente después del arresto, la policía de Chicago centró todos sus esfuerzos en encontrar una prueba que lo vinculara con los asesinatos que habían aterrorizado a la ciudad: el de Suzanne Degnan, y los de Josephine Ross y Frances Brown. Sabían que aquel joven de apenas diecisiete años tenía la habilidad de moverse entre sombras, trepar por ventanas y desaparecer sin dejar rastro. Pero necesitaban algo más que sospechas, algo tangible: una huella.


El sargento Thomas Laffey, experto en dactiloscopia, trabajaba sin descanso. Analizaba miles de registros en busca de coincidencias con las marcas halladas en la nota de rescate de la pequeña Suzanne y con la “mancha de sangre” del apartamento de Frances Brown. Durante días, no encontró nada concluyente. Hasta que, recluido aún en el hospital Bridewell, inconsciente y con vendas en la cabeza, Bill fue señalado: nueve puntos en su dedo meñique coincidían con los de la huella de la nota. La policía anunció la coincidencia con júbilo; para ellos, el caso estaba resuelto.


Pero no todos se mostraron convencidos. El Manual del FBI establecía que hacían falta doce coincidencias para declarar un reconocimiento dactilar válido. Nueve no bastaban. Además, el patrón de “bucle” encontrado en la huella era el más común del mundo: el que compartía el 65 % de la población. Las dudas se multiplicaron, aunque la maquinaria judicial ya estaba en marcha.


Peor aún, las irregularidades se amontonaban. La nota de rescate había pasado por demasiadas manos: periodistas, agentes, expertos improvisados. La cadena de custodia estaba rota, y con ella, cualquier integridad forense. Cuando el FBI recibió el documento para analizarlo, detectó dos huellas parciales, pero ninguna correspondía a la palma ni al reverso donde, curiosamente, semanas después la policía de Chicago “encontraría” una nueva impresión que afirmaban pertenecer a Heirens. Era una huella fresca, demasiado perfecta, más parecida a una marca entintada que a una mancha dejada en papel por el sudor o la sangre.


Las mismas dudas alcanzaron la evidencia del apartamento de Frances Brown. Inicialmente, el capitán Evans declaró a la prensa que el joven había sido exonerado porque la huella registrada allí no coincidía con la suya. Pero doce días después, en un giro inexplicable, el jefe de detectives Walter Storms anunció lo contrario: la marca “sangrienta” en la puerta de la víctima pertenecía, sin lugar a dudas, a Bill Heirens.

Fue entonces cuando la verdad dejó de ser una cuestión científica y se convirtió en un dogma policial. Los datos forenses se subordinaban al deseo de cerrar el caso, y el nombre de William Heirens se convirtió en sinónimo del monstruo que Chicago exigía encontrar. Mientras los periódicos llenaban titulares con su rostro juvenil y la etiqueta del “asesino del pintalabios”, las pruebas que lo condenaron comenzaban a desvanecerse con la misma fragilidad con la que las habían creado.


Tras la supuesta confirmación de la huella dactilar en casa de Frances Brown, Bill Heirens fue sacado de su celda y confinado en aislamiento total. Las luces nunca se apagaban, los guardias lo vigilaban 24 horas al día, y los pasos constantes en el pasillo eran el metrónomo de su espera. Parecía desmoronarse lentamente, y los periódicos de Chicago ya lo daban por condenado antes de que se dictara sentencia. Pero no todos estaban tan seguros. En los pasillos judiciales y en las redacciones de algunos diarios aún se susurraba la palabra duda.


El fiscal William Tuohy, decidido a sellar el caso, sabía que necesitaba algo más sólido que una huella de procedencia discutible. Debía convencer al público de que no solo el ladrón era el asesino, sino también el autor de los mensajes que helaban la sangre: la nota de rescate de la niña Suzanne y las palabras rojas pintadas en la pared junto al cadáver de Frances Brown: “Atrápame antes de que mate más…”.

Se ordenó entonces un análisis caligráfico exhaustivo. El detective John Sullivan, veterano del cuerpo e interlocutor habitual de la prensa, sostenía una teoría distinta. A su juicio, el asesino de Frances Brown podía haber sido una mujer: “Sería raro que un hombre tomara un lápiz de labios y escribiera un mensaje así”. Otros colegas se inclinaban por una hipótesis aún más provocadora: que el mensaje había sido pintado por un periodista sensacionalista en busca del titular perfecto.


Los primeros expertos consultados, entre ellos el perito George W. Schwartz, estudiaron la escritura de la nota de rescate y la compararon con los ensayos universitarios de Heirens. Su conclusión fue firme: no había semejanza alguna entre ambos textos. Ni la inclinación, ni la presión, ni los trazos guardaban relación. Charles Wilson, jefe del laboratorio forense del Departamento de Policía, confirmó el dictamen: “Las características individuales de ambas escrituras no se comparan en ningún aspecto”. No satisfecho, el fiscal recurrió a un nombre temido por los criminales y reverenciado por la ley: Herbert J. Walter, el grafólogo. Durante semanas revisó con lupa cada trazo de los papeles de Heirens, los informes policiales y las ampliaciones fotográficas del mensaje del lápiz carmín. Al final, su veredicto fue invalorable para la fiscalía: declaró que ambos escritos pertenecían al mismo autor.

Paradójicamente, meses antes, había expresado una opinión totalmente opuesta. Ante un reportero del Herald American, consultado poco después del crimen de Suzanne y mucho antes del arresto de Heirens, había señalado que la nota y el mensaje del lápiz de labios “no parecían obra de la misma mano, aunque mostraban algunas similitudes superficiales”.


Pero para entonces, esa contradicción ya no importaba. La justicia y la prensa marchaban al unísono, y la ciudad tenía su monstruo. Desde ese momento, las palabras escritas en rojo no solo fueron la firma de un asesino, sino el sello imborrable que convirtió a Bill Heirens, con apenas diecisiete años, en leyenda del crimen: el Asesino del pintalabios.


El quinto día de detención de Bill marcó uno de los episodios más sórdidos de su cautiverio. Una enfermera y un médico lo obligaron a adoptar posición fetal mientras preparaban el instrumental: una aguja larga, una bandeja metálica, el eco de los pasos resonando contra los muros del hospital Bridewell. Sin anestesia, introdujeron la aguja en su columna para extraer líquido cefalorraquídeo, un procedimiento cuya supuesta finalidad era “descartar daños cerebrales”, aunque a Heirens solo le dejó un dolor brutal que lo doblaba en dos.

Apenas quince minutos después del tormento, lo sacaron de la cama, lo ataron a una silla y lo llevaron en una patrulla policial. La calle, adoquinada y surcada por rieles de tranvía, se convirtió en una tortura más: cada vibración en el vehículo le arrancaba un nuevo quejido. A su llegada, los agentes lo condujeron a una pequeña habitación donde pretendieron realizarle una prueba con el detector de mentiras. El muchacho estaba en tal estado físico que la prueba debió posponerse cuatro días.

Cuando por fin se efectuó, los resultados fueron todo menos simples. El fiscal William Tuohy los calificó de “inconcluyentes”, una palabra útil para mantener viva la sospecha mientras preparaban la confesión que necesitaban. Sin embargo, años más tarde, John E. Reid y Fred E. Inbau —los inventores del propio polígrafo— revelaron  que el test de Heirens no fue ambiguo, sino claro: mostraba patrones inequívocos de inocencia en el asesinato y desmembramiento de Suzanne Degnan.

Esa información nunca vio la luz. Los informes fueron suprimidos, las conclusiones silenciadas y el expediente sellado. 


Así, en un Chicago cegado por el miedo y el sensacionalismo, la verdad quedó enterrada entre agujas, dolor y documentos sellados. Mientras los titulares exigían justicia y los fiscales allanaban su camino al éxito, el joven sobre el que descansaba toda la culpa seguía preguntándose cómo un dolor tan físico podía transformarse en una culpa tan política.


Tras el fiasco del suero de la verdad, Bill Heirens pidió hablar con el capitán Michael Ahern, el único entre el enjambre de policías que mostraba cierto rastro de humanidad. Con el corazón aún entumecido por la confusión y el miedo, le dijo que tenía algo más que contar sobre su oscuro acompañante interior: George.


El capitan, intrigado, llamó al fiscal del estado, William Tuohy, y trajo a un taquígrafo. Frente a ambos, Heirens habló de su “otro yo” en un tono sereno, casi clínico. Dijo que George era real, que vivía dentro de él, que hacía cosas por él —cosas que el propio Bill no podía hacer— y que quizá fuera George quien había cometido los crímenes espantosos que todos le atribuían. George era quien robaba las armas, quien escalaba las ventanas en mitad de la noche, quien tal vez había entrado en la casa de Suzanne Degnan y cometido asesinatos que su mente no podía recordar.

El fiscal lo escuchó con ese escepticismo gélido que solo tienen los fiscales. Sospechó que aquel muchacho estaba preparando una defensa por locura. Pero cuando trascendió el nombre “George Murman” —el “murmurante”—, la prensa olfateó sangre. Titulares, caricaturas y editoriales se agolparon: el estudiante modelo que albergaba un Hyde en su interior.


El caso se convirtió en un festín sensacionalista. Los periódicos compitieron en prosa grandilocuente, reviviendo los horrores de la pequeña Suzanne como si se tratara de un folletín barato. Uno tras otro, los diarios reprodujeron el mito del doble homicida: Bill y George, el asesino de dentro. 


Chicago se volvió loca con la idea. El mito del Dr. Jekyll y Mr. Hyde era real. Las radios hablaban del “asesino dividido”; los columnistas especulaban sobre demonios internos y mentes en guerra. Mientras tanto, William, solo en su celda, apenas reconocía su propio nombre. No sabía si George había nacido de su mente o si la policía lo había inventado junto con las pruebas que lo condenaban. Pero para entonces ya era demasiado tarde. La criatura tenía vida propia.

El joven ladrón, estudiante brillante, y aquel espectro llamado George se confundían tanto en la imaginación pública que nadie supo con certeza —ni quizá el propio Bill— dónde terminaba uno y comenzaba el otro.


El 1 de julio de 1946, menos de una semana después de su arresto, Bill Heirens vio por primera vez a sus abogados: los hermanos Coghlan, John y Malachy, expertos penalistas que intervinieron rápidamente para asegurar que su traslado desde la central de policía de Chicago hasta la cárcel del condado fuera sin problemas. Allí, en el hospital de la prisión, Heirens quedó hospitalizado diez días por agotamiento extremo.


La fiscalía había construído un caso aparentemente sólido, con numerosos robos y los asesinatos de Josephine Ross, Frances Brown y Suzanne Degnan atribuidos a Heirens. Sabían que tenían cartas poderosas: la huella digital supuestamente encontrada en una nota de rescate y en la puerta del apartamento de  Frances Brown, un kit quirúrgico para alterar bonos de guerra, y recortes nazis y un libro sobre desviaciones sexuales, Psychopathia Sexualis, que alimentaron la narrativa de un joven monstruoso con intereses retorcidos.


Este libro en particular, escrito por Richard von Krafft-Ebbing, describe casos de fetichismo y crímenes sadomasoquistas. Aunque Heirens afirmó que simplemente lo había encontrado en robos y que era mera curiosidad universitaria —al igual que sus estudios de alemán para entender la cultura— la prensa explotó la situación. 


Ese cúmulo de pruebas y percepciones construyó la imagen de Bill Heirens como Mr. Hyde, el alter ego dominado por la lascivia y el hurto, mientras abogados y fiscales se preparaban para llevarlo a juicio en uno de los casos más notorios y debatidos de la historia criminal de Chicago.


El 1 de julio de 1946, Bill Heirens fue formalmente acusado en una comparecencia judicial que marcó el inicio de un proceso que paralizaría a Chicago. Durante esa audiencia, a la que asistieron sus abogados, John y Malachy Coghlan y Rowland Towle, se le imputaron numerosos robos y los asesinatos de Josephine Ross, Frances Brown y Suzanne Degnan, manteniéndose una fianza de 270.000 dólares, un monto desorbitado para un joven de 17 años.


La fiscalía construyó un caso basado en evidencia física y testimonios, aunque la mayoría de las pruebas eran circunstanciales o discutidas, como el kit quirúrgico encontrado en su habitación y que se sospechaba había sido usado para mutilar a Suzanne.


Simultáneamente, la policía allanó la casa familiar en Lincolnwood, confiscando todo tipo de pertenencias —desde ropa hasta armas de caza— que luego aparecieron en inventarios oficiales. Aunque la presión mediática y judicial crecía, la fiscalía aún necesitaba testigos presenciales; uno de los más importantes fue George E. Subgrunski, un soldado de permiso que afirmaba haber visto a Heirens cerca de la casa de los Degnan en el momento del asesinato.


Este cúmulo de evidencias, combinada con la intensa campaña mediática, convirtió a William en el centro de un caso envuelto en controversias, teorías conspirativas y debates sobre la verdadera culpabilidad del joven. La historia, sin embargo, seguía abierta a dudas y contradicciones que marcarían la larga batalla legal que acabó con su condena.


En cuestión de días, Bill Heirens, por consejo de sus abogados, aceptó un acuerdo con la fiscalía para evitar la pena de muerte. Sintió que la policía ya lo había condenado antes de un juicio justo; los periódicos anunciaron y reforzaron con vehemencia su culpabilidad, creando un clima asfixiante. Bajo esta presión, Heirens confesó haber cometido los tres asesinatos atribuibles a Josephine Ross, Frances Brown y Suzanne Degnan.


Este pacto con la fiscalía fue una estrategia común para evitar la silla eléctrica, que en aquel entonces era la pena máxima aplicada en Illinois. La confesión fue redactada con ayuda de sus abogados, quienes guiaron el relato usando informes y noticias del Chicago Tribune, lo que hizo evidente que varios detalles provenían más de fuentes externas que de recuerdos propios de Heirens.


Durante la confesión, admitió haber descartado un cuchillo que, según él, había sido usado para mutilar a Suzanne Degnan. Sin embargo, investigaciones posteriores demostraron que el arma probablemente pertenecía a otra persona y no fue recuperada en el lugar señalado.


El 7 de agosto de 1946, Heirens asumió públicamente la responsabilidad por los crímenes y, en septiembre, fue sentenciado a tres cadenas perpetuas. Intentó suicidarse en prisión, pero fue salvado. Siempre mantuvo luego que había sido presionado para confesar y que era inocente. A lo largo de su encarcelamiento, estudió derecho y luchó por su libertad, pero sin éxito, convirtiéndose en uno de los presos con mayor duración en Estados Unidos.


William Heirens ingresó a prisión a los 18 años y permaneció allí hasta su muerte en 2012 a los 83 años, pasando aproximadamente 65 años tras las rejas en diferentes penitenciarías de Illinois, principalmente en el Centro Correccional Dixon. Durante todo este tiempo, mantuvo la esperanza de obtener la libertad, presentando múltiples recursos y peticiones para revisar su caso y acceder a la libertad condicional, pero todas fueron denegadas.


Incluso cuando solicitó clemencia, la junta penitenciaria fue inflexible. En palabras de Thomas Johnson, uno de los miembros del comité de clemencia, le dijeron: “Quizá Dios te perdone, pero no el Estado”. Esta frase reflejaba la dura posición oficial hacia Heirens, quien seguía siendo considerado culpable de tres cadenas perpetuas por los tres asesinatos cometidos entre 1945 y 1946.


En prisión, Heirens se dedicó a estudiar derecho y luchó durante décadas para demostrar su inocencia y luchar por su libertad. No obstante, la combinación de la gravedad de sus crímenes, la presión pública y la firmeza del sistema jurídico impidieron que saliera en libertad.


Su historia se convirtió en un caso emblemático de controversia judicial y penal en Estados Unidos, colocando en el foco temas sobre confesiones bajo coacción, abuso policial y la posibilidad de errores judiciales en casos de alta repercusión mediática y social.

William Heirens falleció el 5 de marzo de 2012 en el Centro Médico de la Universidad de Illinois debido a complicaciones relacionadas con la diabetes que padecía.


CONCLUSIONES:

El caso de Bill Heirens es un plato amargo, servido frío en los rincones más oscuros de la justicia y los titulares. Un chico que, desde niño, coqueteó con la sombra, robando en casas, deslizándose por ventanas y acumulando secretos que nadie quiso mirar de cerca. La policía tenía a su presunto monstruo, y la prensa a su estrella de tragedia. 


La narrativa estaba escrita antes siquiera de que se pronunciara un veredicto.

Pero al desmenuzar aquel caso, la realidad huele a mezquindad, a desesperación y a errores disfrazados de certeza. 


Nunca olvidemos que detrás de Bill Heirens había un niño inseguro y solitario que, aunque manchado de taras y errores, mereció un juicio justo, un derecho a la defensa plena y a la duda razonable. A Heirens no solo lo ataron con cadenas materiales sino con las de la manipulación mediática y el poder ciego del sistema.


Así, su historia nos obliga a mirar al abismo de la justicia, preguntándonos cuántos “Bill Heirens” hay en las sombras, condenados por el ruido y no por la verdad. Su caso es una llamada de atención eterna para quienes creemos en una justicia que no solo castiga, sino que también protege la inocencia hasta donde sea posible.


La justicia, no es solo blanco o negro, sino una escala infinita de grises en la que nos jugamos mucho más que la vida de un hombre: la dignidad de un sistema que debe, siempre, enfrentar sus sombras.


Enlaces:

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Fuentes:

https://www.cbc.ca/news/canada/serial-killer-clifford-olson-dies-1.1110039

https://www.lavanguardia.com/sucesos/20191129/471943994572/william-heirens-asesino-pintalabios-lipstick-killer-asesinatos-fetichista-ropa-interior-nota-las-caras-del-mal.html

https://es.wikipedia.org/wiki/William_Heirens

https://elpais.com/internacional/2012/03/19/actualidad/1332113021_565542.html










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