El Asesino de Halloween
En una casa de apariencia tranquila, en un vecindario cualquiera, una familia se preparaba para cerrar el día entre risas y calabazas iluminadas. Nadie imaginaba que en esa misma vivienda, los monstruos no llegarían disfrazados. Llegarían en silencio, desde dentro, con una furia contenida que cambiaría para siempre el paisaje de aquel vecindario.
Tres miembros de la familia fueron encontrados sin vida al amanecer, en medio de una escena tan brutal que los investigadores la describieron como “un cuadro del infierno”. No hubo señales de robo, ni huellas de un intruso. La maldad, descubrieron, había estado sentada a la mesa con ellos. Desde esa noche, Ohio recuerda aquel Halloween no como una fiesta, sino como una fecha maldita
Fue el nacimiento del apodo que aún retumba en Ohio, el Asesino de Halloween
Devon Griffin lo notó en cuanto empujó la puerta de entrada. La casa familiar, siempre animada con el eco de voces, los pasos de su madre, el sonido de la cafetera, estaba ahora envuelta en un silencio sofocante, como si el mismo aire se negara a moverse. Era Halloween, la fecha en que todos jugaban a ser monstruos, pero nada en aquella calma forzada parecía parte de una broma.
El reloj marcaba la 1:30 de la tarde, y Devon, exhausto tras una noche fuera y una mañana en la iglesia, solo pensaba en descansar. Avanzó por el pasillo esperando escuchar el “¡buenos días!” de su madre, pero ni un murmullo le respondió. Algo no estaba bien. A cada paso, el silencio se hacía más inquietante, más denso, y empezaba a pesar sobre sus hombros como una sombra invisible.
Empujado por un impulso, subió las escaleras, sus pisadas amortiguadas sobre la alfombra. Se dirigió a la habitación de su madre, Susan, pensando que quizá estaría dormida o viendo televisión, como de costumbre. Pero al abrir la puerta de la habitación, el frío lo golpeó, un aire helado y oscuro que le heló los huesos.
Y entonces la vio. Allí, en la cama, yacía su madre, inmóvil. Su rostro estaba vuelto hacia él, pero sus ojos, abiertos de par en par, no tenían vida. Devon sintió que el estómago se le retorcía. Su madre no estaba sola. En un rincón de la habitación, estaba su padrastro, igualmente inmóvil, atrapado en la quietud aterradora de la muerte.
Por un instante, Devon creyó estar en una pesadilla. Aquella imagen surrealista y terrible solo podía ser un el mal sueño de Halloween, un truco pesado, una burla macabra de la mente. Pero la sangre sobre las sábanas, las miradas vacías y el silencio implacable le dijeron que no había escapatoria: aquello era real.
Devon salió de la casa tambaleándose, su respiración agitada, sintiendo cómo el miedo y el horror le apretaban el pecho. La pesadilla apenas comenzaba. Sin saberlo, acababa de descubrir el rastro sangriento del “Asesino de Halloween”.
Abrumado aún por lo que acababa de presenciar, corrió fuera de la casa. El aire frío de aquella tarde de Halloween le quemaba la piel, y, con las manos temblorosas, apenas logró sacar su teléfono del bolsillo. No sabía a quién llamar, ni cómo encontrar las palabras para describir el horror que había visto. Su primera reacción fue marcar el número de su tía. Apenas contestó, ahogado por el terror y con un hilo de voz, le pidió ayuda. Su tía, sorprendida y alarmada, no tardó en comprender que algo grave había sucedido.
Después de colgar, se armó de valor y marcó el número de emergencias. Al otro lado de la línea, una operadora contestó con calma, pero él apenas podía hablar. Con voz entrecortada, comenzó a relatar lo que había encontrado en su hogar, describiendo a la operadora la escena que no lograba borrar de su mente: su madre, su padrastro, los dos inmóviles atrapados en la misma quietud sin vida. Fue entonces cuando los servicios de emergencia pusieron rumbo inmediato hacia la casa.
La policía y los paramédicos llegaron a la escena minutos después. Cinta de seguridad amarilla y luces destellantes rodearon la vivienda, mientras los vecinos observaban con desconcierto, atraídos por el inusual despliegue. Los agentes ingresaron a la casa, avanzando por los pasillos silenciosos, conociendo ya lo que Devon había narrado. Pero lo que no esperaban era hallar un tercer cadáver.
En otra habitación, como un eco de la tragedia inicial, se encontraba Derek, el hermano mayor de Devon, de apenas 23 años. Había sido asesinado con la misma brutalidad que el resto de su familia, dejando a Devon como el único sobreviviente de una masacre que nadie lograba explicarse.
Con Devon a salvo fuera de la casa, los oficiales comenzaron a reconstruir lo que parecía el acto de un asesino sin piedad. Nadie podía imaginar quién era capaz de tal atrocidad, y menos en una fecha que simbolizaba el miedo lúdico y la fantasía. Halloween se tornó una pesadilla en Ohio, cuando los rumores de un asesino desalmado y sin rostro comenzaron a extenderse, dejando una estela de terror en la comunidad.
Ahora, la policía estaba en busca del autor de aquel crimen indescriptible. A medida que la policía avanzaba en la investigación, la historia detrás de la masacre comenzó a emerger, retorcida y sangrienta. Aquella casa familiar, que horas antes había sido un refugio cotidiano, se transformó en un escenario de horror desmedido, donde los forenses descubrieron cada marca de violencia con el espeluznante detalle de una tragedia sin piedad.
En el dormitorio, el cuerpo de Derek fue hallado sobre la cama, en posición acurrucada, como si sus últimos instantes de vida hubieran sido un desesperado intento de encontrar refugio o escapar del dolor. Las heridas en su cráneo revelaban una brutalidad inhumana: había sido golpeado repetidas veces con un objeto contundente, cada golpe imprimiendo la fuerza desmedida del asesino. Cerca del cuerpo, los investigadores encontraron un martillo ensangrentado, cuyas marcas coincidían con las heridas de Derek, convirtiéndose así en la pieza clave para desenmascarar los detalles de la escena.
En el cuarto principal, donde Devon había descubierto el horror inicial, el escenario era aún más sombrío. Susan y su esposo William yacían en la cama, ambos asesinados con varios disparos en la cabeza y el rostro, una ejecución sin misericordia que apenas dejaba espacio para el reconocimiento. Pero los peritos, al examinar el cuerpo de Susan, revelaron algo más escalofriante: la mujer había sido violada en múltiples ocasiones antes de su muerte, un acto de violencia que ennegreció aún más el macabro cuadro de aquella mañana.
La investigación llevó a los agentes hasta una pequeña laguna cercana, donde sospechaban que el asesino pudo haber desechado el arma de fuego usada para asesinar a Susan y William. Sin embargo, a pesar de drenar el agua y realizar una exhaustiva búsqueda, el arma nunca fue hallada, dejando un vacío inquietante en el caso, como si el arma misma se hubiera desvanecido en las sombras de Halloween.
La historia del “Asesino de Halloween” se volvía cada vez más siniestra, resonando en cada rincón de Ohio como un eco de oscuridad. Para Devon y para el pueblo entero, los hallazgos forenses confirmaban que la maldad había cruzado el umbral de su hogar, dejando cicatrices imposibles de borrar y un dolor que ni el tiempo lograría atenuar.
Los habitantes de Ohio quedaron en estado de shock cuando el alguacil del condado de Ottawa, Bob Bratton, confirmó lo que muchos ya temían: el brutal asesinato de la familia Liske no parecía obra de un extraño. Los análisis forenses y las primeras investigaciones no mostraron signos de lucha ni huellas de un ingreso forzado, lo que apuntaba a una posibilidad mucho más aterradora. El asesino, sin duda, había sido alguien cercano, alguien en quien confiaban… alguien que, quizás, había conocido de cerca sus rutinas, sus vidas y sus miedos.
La revelación llegó cuando Devon, todavía en estado de conmoción, recordó un detalle que hasta entonces no parecía tener importancia. Aquella mañana, justo antes de salir hacia la iglesia, había entrado rápidamente en la casa para cambiarse de ropa. Mientras cruzaba los pasillos en su rutina, divisó la figura de su hermanastro, William “B.J.” Liske Jr., moviéndose dentro de la casa. No pensó demasiado en ello; aunque la relación con B.J. había sido, a menudo, tensa y difícil, el joven no imaginó que esa breve visión sería la clave para desentrañar la masacre que, horas después, destrozaría su vida para siempre.
Con esta nueva información, la policía comenzó a conectar las piezas. B.J., hijo mayor de William, ya había tenido conflictos con la familia anteriormente, y su comportamiento errático en el pasado despertaba una duda aterradora. Con cada pista que aparecía, la teoría de que B.J. había regresado aquella mañana, después de que Devon partiera, comenzó a tomar forma.
La policía no perdió tiempo en actuar. Con Devon como testigo de la presencia de su hermanastro en el hogar la mañana del crimen, los investigadores tuvieron los argumentos suficientes para detener a B.J. y acusarlo de asesinato en primer grado. La noticia de la captura sacudió al condado, dejando una mezcla de alivio y horror: el sospechoso no era un desconocido acechando en la oscuridad, sino alguien de la propia familia, alguien con acceso a sus vidas y con un vínculo directo, aunque complejo, con cada una de las víctimas.
Según avanzaba el caso y el nombre de B.J. Liske circulaba en los medios, las investigaciones comenzaron a arrojar una sombra aún más oscura sobre el joven de 24 años. Los detalles de su infancia y adolescencia turbulenta comenzaron a salir a la luz, revelando un historial de violencia y conflictos que, hasta entonces, había quedado en el anonimato. Cada fragmento de su pasado parecía construir el perfil de alguien cuya vida había sido un constante desbordamiento de rabia, impulsos descontrolados y problemas mentales no resueltos.
En 2002, cuando B.J. tenía solo 17 años, su padre se vio obligado a llamar a la policía después de que el joven amenazara con quitarse la vida. Este primer episodio marcó el inicio de una serie de eventos que parecían alimentar una espiral de caos. Solo dos años después, en 2004, una pelea con su madrastra, Susan, se tornó violenta cuando B.J. la golpeó fuertemente en el pecho. No mucho después, fue acusado de agredirla nuevamente tras un episodio en el que le robó las llaves y la golpeó con una taza de café. Los jueces, sin embargo, retiraron los cargos tras declararlo incompetente para ser juzgado, un fallo que probablemente cambiaría el destino de toda la familia.
A medida que pasaron los años, los incidentes se hicieron más frecuentes y peligrosos. Fue trasladado al Hogar Sandusky, una institución para pacientes con problemas de salud mental, pero sus conflictos no cesaron. En ese período, protagonizó al menos tres episodios violentos, incluida una pelea con su propio padre. La violencia se volvió algo tan cotidiano en su entorno que incluso fue expulsado de la casa de su progenitor tras intentar atacar a la pareja de este mientras se encontraba en la ducha.
Los archivos policiales y las entrevistas a quienes lo conocieron revelaron a un B.J. atrapado en una vida de impulsos oscuros y conflictos familiares. Pese a los múltiples incidentes y su historial mental, la familia intentó una y otra vez reconciliarse con él, esperando que la calma llegara. Sin embargo, aquella confianza y amor familiares se convirtieron en el precio más alto que pagarían.
Mientras Ohio absorbía el horror de la masacre, las piezas de la vida de B.J. parecían alinearse en una trayectoria marcada por la tragedia. A cada nuevo detalle, el perfil del “Asesino de Halloween” se tornaba más claro y devastador: no se trataba de un monstruo externo, sino de un miembro de la propia familia, una bomba de tiempo que, tras años de señales ignoradas, finalmente explotó en la noche más oscura del año.
Desde el inicio, la convivencia entre B.J. y Susan, la esposa de su padre, había sido como un campo minado. Susan, quien intentaba traer estabilidad al hogar tras casarse con William en 2001, se enfrentaba continuamente al comportamiento errático y a la hostilidad de B.J., quien percibía su autoridad como una invasión intolerable. Pese a las discusiones constantes, William jamás dejó de apoyar a su hijo mayor, consciente de las sombras que poblaban su mente y de los problemas que parecían crecer con cada año. Su afecto era tan fuerte que en 2006, tras un diagnóstico de trastorno esquizoafectivo bipolar que había llevado a B.J. al hospital, William incluso solicitó su tutela legal, decidido a protegerlo.
Pero el temperamento de B.J. se tornaba cada vez más peligroso. Los vecinos, inquietos por su presencia, comenzaron a verlo como una amenaza para la comunidad. En más de una ocasión, sospecharon que B.J. torturaba y mataba a las mascotas de la zona, sumando temor y repudio a su figura en el vecindario. A pesar de ello, William seguía buscando maneras de reconectar con su hijo, de darle una estabilidad que parecía escurrirse como arena entre sus dedos.
La semana antes de los asesinatos, William había planeado una escapada junto a B.J., un viaje de caza de ciervos, una tradición que pretendía fortalecer el vínculo familiar. De aquella escapada, regresaron menos de 24 horas antes de la tragedia. Padre e hijo compartieron cervezas junto a amigos aquella noche, intentando, quizás, una última tregua en medio de los conflictos. Derek Griffin, el hermanastro de B.J., no estuvo presente, ya que la relación entre ambos era igual de amarga y distante.
Después de la velada, y considerando que ambos habían estado bebiendo, William le sugirió a B.J. que pasara la noche en el sofá. Era una decisión lógica, un intento de mantenerlo cerca y evitar cualquier incidente en el camino de vuelta. Pero esa madrugada, algo terrible se gestaba entre las sombras de la casa familiar.
Alrededor de las 6:30 de la mañana, los vecinos despertaron sobresaltados. En medio del silencio habitual, una serie de disparos resonó desde la casa de los Liske, rompiendo la paz de aquella madrugada de Halloween. Nadie imaginó, en ese momento, que aquellas detonaciones eran los ecos de una tragedia que terminaría en el baño de sangre que Devon descubriría horas más tarde.
Tras el encuentro breve con Devon esa misma mañana, B.J. abandonó la escena. Tomó la camioneta de la familia y se dirigió a la cabaña donde él y su padre se habían alojado durante la cacería. Aislado en aquel lugar, permaneció cerca de una hora, intentando, quizás, asimilar la magnitud de lo que había hecho. La policía local, alertada y en búsqueda activa, lo encontró y arrestó en aquel mismo refugio. El "Asesino de Halloween" finalmente estaba bajo custodia, aunque el horror y la devastación que dejó tras de sí permanecerían por mucho tiempo en el recuerdo de los habitantes de Ohio.
En 2011, tras meses de investigación y especulaciones que atormentaban al condado de Ottawa, William “B.J.” Liske Jr. se declaró culpable de tres cargos de homicidio agravado. En la sala de la corte, la confesión cayó como un golpe de realidad para la comunidad, poniendo fin a la incertidumbre, pero no al dolor. A cambio de su declaración, los fiscales acordaron no solicitar la pena de muerte y, en su lugar, recomendaron una sentencia de cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Así, B.J. fue condenado a pasar el resto de su vida tras las rejas, en una soledad que solo amplificaría los ecos de su propia oscuridad.
El 31 de marzo de 2015, a los 29 años, B.J. fue encontrado sin vida en su celda, víctima de una herida autoinfligida. Tras cuatro años de reclusión, el mismo aislamiento que le había privado de toda libertad lo había empujado a su último acto de desesperación. En un acto final, B.J. ponía punto final a una existencia marcada por el dolor, el descontrol y la tragedia, poniendo fin a su historia con el mismo tinte oscuro que la había rodeado desde siempre.
Su muerte no fue un alivio, sino una conclusión amarga e inevitable. Aquellos que conocían la historia de B.J. y sus tormentos vieron en su muerte el epílogo de un destino marcado desde sus inicios. Sin embargo, su legado oscuro continuaría, transformando su figura en la siniestra leyenda del “Asesino de Halloween.”
Conclusiones:
El caso de William “B.J.” Liske Jr., conocido como el “Asesino de Halloween,” deja al descubierto una serie de conclusiones inquietantes sobre la relación entre la salud mental, la violencia y los lazos familiares. A lo largo de su vida, B.J. mostró signos claros de trastornos mentales y comportamientos peligrosos que, aunque conocidos por su entorno, no fueron gestionados de manera que pudiera recibir una atención sostenida y eficaz. Su diagnóstico de trastorno esquizoafectivo bipolar y su historial de violencia, desde amenazas hasta agresiones físicas, sugieren que su desarrollo estuvo marcado por una creciente inestabilidad que nunca fue totalmente controlada.
Además, la familia, y especialmente su padre, intentó repetidamente integrarlo y brindarle apoyo, aunque esto resultó insuficiente y, en última instancia, fatal. Las decisiones de tolerar y reinsertarlo en el hogar, pese a las señales de peligro, reflejan el complejo equilibrio entre amor y protección que muchas familias enfrentan al lidiar con miembros con problemas mentales y comportamientos violentos. A pesar de sus conflictos, los intentos de reconciliación y apoyo de su padre demuestran las dificultades y dilemas éticos que surgen en estas situaciones familiares.
El desenlace de este caso, con el asesinato de tres miembros de su propia familia, arroja luz sobre las grietas en el sistema de salud mental y justicia, que, en ocasiones, no logran atender adecuadamente a personas con trastornos severos. Finalmente, la muerte autoinfligida de B.J. en prisión cierra la historia de una vida marcada por el caos y la violencia, dejando una mezcla de dolor, incomprensión y temor. Así, el caso de B.J. Liske se convierte en una advertencia sobre los efectos devastadores de la falta de recursos y apoyo para quienes viven con enfermedades mentales graves, y se consagra como una de las tragedias más sombrías y complejas de Ohio, un recordatorio de que, a veces, el horror se gesta en el propio hogar.
Enlaces:
Fuentes:
https://www.univision.com/radio/podcasts/la-masacre-de-la-familia-liske

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